miraba resplandeciente por delante. Es la situación más ridícula en que me he encontrado
en la vida, y pensar en ello es lo que me hacía reír hace un momento. Parece que había
alguna irregularidad en su licencia, que el cura se negaba rotundamente a casarlos sin que
hubiera algún testigo, y que mi feliz aparición libró al novio de tener que salir a la calle
en busca de un padrino. La novia me dio un soberano, y pienso llevarlo en la cadena del
reloj como recuerdo de esta ocasión.
––Es un giro bastante inesperado de los acontecimientos ––dije––. ¿Y qué pasó luego?
––Bueno, me di cuenta de que mis planes estaban a punto de venirse abajo. Daba la
impresión de que la parejita podía largarse inmediatamente, lo cual exigiría medidas
instantáneas y enérgicas por mi parte. Sin embargo, en la puerta de la iglesia se
separaron: él volvió al Temple y ella a su casa. «Saldré a pasear por el parque a las cinco,
como de costumbre», dijo ella al despedirse. No pude oír más. Se marcharon en
diferentes direcciones, y yo fui a ocuparme de unos asuntillos propios.
––¿Que eran...?
––Un poco de carne fría y un vaso de cerveza ––respondió, haciendo sonar la
campanilla––. He estado demasiado ocupado para pensar en comer, y probablemente
estaré aún más ocupado esta noche. Por cierto, doctor, voy a necesitar su cooperación.
––Estaré encantado.
––¿No le importa infringir la ley?
––Ni lo más mínimo.
––¿Y exponerse a ser detenido?
––No, si es por una buena causa.
––¡Oh, la causa es excelente!
––Entonces, soy su hombre.
––Estaba seguro de que podía contar con usted.
––Pero ¿qué es lo que se propone?
––Cuando la señora Turner haya traído la bandeja se lo explicaré claramente. Veamos –
–dijo, mientras se lanzaba vorazmente sobre el sencillo almuerzo que nuestra casera había
traído––. Tengo que explicárselo mientras como, porque no tenemos mucho tiempo.
Ahora son casi las cinco. Dentro de dos horas tenemos que estar en el escenario de la
acción. La señorita Irene, o mejor dicho, la señora, vuelve de su paseo a las siete.
Tenemos que estar en villa Briony cuando llegue.
––Y entonces, ¿qué?
––Déjeme eso a mí. Ya he arreglado lo que tiene que ocurrir. Hay una sola cosa en la
que debo insistir. Usted no debe interferir, pase lo que pase. ¿Entendido?
––¿He de permanecer al margen?
––No debe hacer nada en absoluto. Probablemente se producirá algún pequeño
alboroto. No intervenga. El resultado será que me harán entrar en la casa. Cuatro o cinco
minutos después se abrirá la ventana de la sala de estar. Usted se situará cerca de esa
ventana abierta.
––Sí.
––Tiene usted que fijarse en mí, que estaré al alcance de su vista.
––Sí.
––Y cuando yo levante la mano, así, arrojará usted al interior de la habitación una cosa
que le voy a dar, y al mismo tiempo lanzará el grito de «¡Fuego!». ¿Me sigue?
––Perfectamente.
––No es nada especialmente terrible ––dijo, sacando del bolsillo un cilindro en forma
de cigarro––. Es un cohete de humo corriente de los que usan los fontaneros, con una tapa
en cada extremo para que se encienda solo. Su tarea se reduce a eso. Cuando empiece a
gritar ¡fuego!, mucha gente lo repetirá. Entonces, usted se dirigirá al extremo de la calle,
donde yo me reuniré con usted al cabo de diez minutos. Espero haberme explicado bien.
––Tengo que mantenerme al margen, acercarme a la ventana, fijarme en usted, aguardar
la señal y arrojar este objeto, gritar «¡Fuego!», y esperarle en la esquina de la calle.
––Exactamente.