––Entonces, puede usted confiar plenamente en mí.
––Excelente. Creo que ya va siendo hora de que me prepare para el nuevo papel que he
de representar.
Desapareció en su dormitorio, para regresar a los cinco minutos con la apariencia de un
afable y sencillo sacerdote disidente. Su sombrero negro de ala ancha, sus pantalones con
rodilleras, su chalina blanca, su sonrisa simpática y su aire general de curiosidad
inquisitiva y benévola, no podrían haber sido igualados más que por el mismísimo John
Hare. Holmes no se limitaba a cambiarse de ropa; su expresión, su forma de actuar, su
misma alma, parecían cambiar con cada nuevo papel que asumía. El teatro perdió un
magnífico actor y la ciencia un agudo pensador cuando Holmes decidió especializarse en
el delito.
Eran las seis y cuarto cuando salimos de Baker Street, y todavía faltaban diez minutos
para las siete cuando llegamos a Serpentine Avenue. Ya oscurecía, y las farolas se iban
encendiendo mientras nosotros andábamos calle arriba y calle abajo frente a la villa
Briony, aguardando la llegada de su inquilina. La casa era tal como yo la había
imaginado por la sucinta descripción de Sherlock Holmes, pero el vecindario parecía
menos solitario de lo que había esperado. Por el contrario, para tratarse de una calle
pequeña en u n barrio tranquilo, se encontraba de lo más animada. Había un grupo de
hombres mal vestidos fumando y riendo en una esquina, un afilador con su rueda, dos
guardias reales galanteando a una niñera, y varios jóvenes bien vestidos que paseaban de
un lado a otro con cigarros en la boca.
––¿Sabe? ––comentó Holmes mientras deambulábamos frente a la casa––. Este
matrimonio simplifica bastante las cosas. Ahora la fotografía se ha convertido en un arma
de doble filo. Lo más probable es que ella tenga tan pocas ganas de que la vea el señor
Godfrey Norton, como nuestro cliente de que llegue a ojos de su princesa. Ahora la
cuestión es: ¿dónde vamos a encontrar la fotografia?
––Eso. ¿Dónde?
––Es muy improbable que ella la lleve encima. El formato es demasiado grande como
para que se pueda ocultar bien en un vestido de mujer. Sabe que el rey es capaz de hacer
que la asalten y registren. Ya se ha intentado algo parecido dos veces. Debemos suponer,
pues, que no la lleva encima.
––Entonces, ¿dónde?
––Su banquero o su abogado. Existe esa doble posibilidad. Pero me inclino a pensar
que ninguno de los dos la tiene. Las mujeres son por naturaleza muy dadas a los secretos,
y les gusta encargarse de sus propias intrigas. ¿Por qué habría de ponerla en manos de
otra persona? Puede fiarse de sí misma, pero no sabe qué presiones indirectas o políticas
pueden ejercerse sobre un hombre de negocios. Además, recuerde que tiene pensado
utilizarla dentro de unos días. Tiene que tenerla al alcance de la mano. Tiene que estar en
la casa.
––Pero la han registrado dos veces.
––¡Bah! No sabían buscar.
––¿Y cómo buscará usted?
––Yo no buscaré.
––¿Entonces...?
––Haré que ella me lo indique.
––Pero se negará.
––No podrá hacerlo. Pero oigo un ruido de ruedas. Es su coche. Ahora, cumpla mis
órdenes al pie de la letra.
Mientras hablaba, el fulgor de las luces laterales de un coche asomó por la curva de la
avenida. Era un pequeño y elegante landó que avanzó traqueteando hasta la puerta de la
villa Briony. En cuanto se detuvo, uno de los desocupados de la esquina se lanzó como
un rayo a abrir la puerta, con la esperanza de ganarse un penique, pero fue desplazado de
un codazo por otro desocupado que se había precipitado con la misma intención. Se
entabló una feroz disputa, a la que se unieron los dos guardias reales, que se pusieron de