parte de uno de los desocupados, y el afilador, que defendía con igual vehemencia al
bando contrario. Alguien recibió un golpe y, en un instante, la dama, que se había apeado
del carruaje, se encontró en el centro de un pequeño grupo de acalorados combatientes,
que se golpeaban ferozmente con puños y bastones. Holmes se abalanzó entre ellos para
proteger a la dama pero, justo cuando llegaba a su lado, soltó un grito y cayó al suelo, con
la sangre corriéndole abundantemente por el rostro. Al verlo caer, los guardias salieron
corriendo en una dirección y los desocupados en otra, mientras unas cuantas personas
bien vestidas, que habían presenciado la reyerta sin tomar parte en ella, se agolpaban para
ayudar a la señora y atender al herido. Irene Adler, como pienso seguir llamándola, había
subido a toda prisa los escalones; pero en lo alto se detuvo, con su espléndida figura
recortada contra las luces de la sala, volviéndose a mirar hacia la calle.
––¿Está malherido ese pobre caballero? ––preguntó.
––Está muerto ––exclamaron varias voces.
––No, no, todavía le queda algo de vida ––gritó otra––. Pero habrá muerto antes de
poder llevarlo al hospital.
––Es un valiente ––dijo una mujer––. De no ser por él le habrían quitado el bolso y el
reloj a esta señora. Son una banda, y de las peores. ¡Ah, ahora respira!
––No puede quedarse tirado en la calle. ¿Podemos meterlo en la casa, señora?
––Claro. Tráiganlo a la sala de estar. Hay un sofá muy cómodo. Por aquí, por favor.
Lenta y solemnemente fue introducido en la residencia Briony y acostado en el salón
principal, mientras yo seguía observando el curso de los acontecimientos desde mi puesto
junto a la ventana. Habían encendido las lámparas, pero sin correr las cortinas, de manera
que podía ver a Holmes tendido en el sofá. Ignoro si en aquel momento él sentía algún
tipo de remordimiento por el papel que estaba representando, pero sí sé que yo nunca me
sentí tan avergonzado de mí mismo como entonces, al ver a la hermosa criatura contra la
que estaba conspirando, y la gracia y amabilidad con que atendía al herido. Y sin
embargo, abandonar en aquel punto la tarea que Holmes me había confiado habría sido
una traición de lo más abyecto. Así pues, hice de tripas corazón y saqué el cohete de
humo de debajo de mi impermeable. Al fin y al cabo, pensé, no vamos a hacerle ningún
daño. Sólo vamos a impedirle que haga daño a otro.
Holmes se había sentado en el diván, y le vi moverse como si le faltara aire. Una
doncella se apresuró a abrir la ventana. En aquel preciso instante le vi levantar la mano y,
obedeciendo su señal, arrojé el cohete dentro de la habitación mientras gritaba:
«¡Fuego!». Apenas había salido la palabra de mis labios cuando toda la multitud de
espectadores, bien y mal vestidos ––caballeros, mozos de cuadra y criadas––, se unió en
un clamor general de «¡Fuego!». Espesas nubes de humo se extendieron por la habitación
y salieron por la ventana abierta. Pude entrever figuras que corrían, y un momento
después oí la voz de Holmes dentro de la casa, asegurando que se trataba de una falsa
alarma. Deslizándome entre la vociferante multitud, llegué hasta la esquina de la calle y a
los diez minutos tuve la alegría de sentir el brazo de mi amigo sobre el mío y de alejarme
de la escena del tumulto. Holmes caminó de prisa y en silencio durante unos pocos minutos,
hasta que nos metimos por una de las calles tranquilas que llevan hac