––Cuando empezó la pelea, yo tenía un poco de pintura roja, fresca, en la palma de la
mano. Eché a correr, caí, me llevé las manos a la cara y me convertí en un espectáculo
patético. Un viejo truco.
––Eso también pude figurármelo.
––Entonces me llevaron adentro. Ella tenía que dejarme entrar. ¿Cómo habría podido
negarse? Y a la sala de estar, que era la habitación de la que yo sospechaba. Tenía que ser
ésa o el dormitorio, y yo estaba decidido a averiguar cuál. Me tendieron en el sofá, hice
como que me faltaba el aire, se vieron obligados a abrir la ventana y usted tuvo su
oportunidad.
––¿Y de qué le sirvió eso?
––Era importantísimo. Cuando una mujer cree que se incendia su casa, su instinto le
hace correr inmediatamente hacia lo que tiene en más estima. Se trata de un impulso
completamente insuperable, y más de una vez le he sacado partido. En el caso del
escándalo de la suplantación de Darlington me resultó muy útil, y también en el asunto
del castillo de Arnsworth. Una madre corre en busca de su bebé, una mujer soltera echa
mano a su joyero. Ahora bien, yo tenía muy claro que para la dama que nos ocupa no
existía en la casa nada tan valioso como lo que nosotros andamos buscando, y que
correría a ponerlo a salvo. La alarma de fuego salió de maravilla. El humo y los gritos
eran como para trastornar unos nervios de acero. Ella respondió a la perfección. La
fotografía está en un hueco detrás de un panel corredizo, encima mismo del cordón de la
campanilla de la derecha. Se plantó allí en un segundo, y vi de reojo que empezaba a sacarla.
Al gritar yo que se trataba de una falsa alarma, la volvió a meter, miró el cohete,
salió corriendo de la habitación y no la volví a ver. Me levanté, presenté mis excusas y
salí de la casa. Pensé en intentar apoderarme de la fotografía en aquel mismo momento;
pero el cochero había entrado y me observaba de cerca, así que me pareció más seguro
esperar. Un exceso de precipitación podría echarlo todo a perder.
––¿Y ahora? ––pregunté.
––Nuestra búsqueda prácticamente ha concluido. Mañana iré a visitarla con el rey, y
con usted, si es que quiere acompañarnos. Nos harán pasar a la sala de estar a esperar a la
señora, pero es probable que cuando llegue no nos encuentre ni a nosotros ni la
fotografía. Será una satisfacción para su majestad recuperarla con sus propias manos.
––¿Y cuándo piensa ir?
––A las ocho de la mañana. Aún no se habrá levantado, de manera que tendremos el
campo libre. Además, tenemos que darnos prisa, porque este matrimonio puede significar
un cambio completo en su vida y costumbres. Tengo que telegrafiar al rey sin perder
tiempo.
Habíamos llegado a Baker Street y nos detuvimos en la puerta. Holmes estaba
buscando la llave en sus bolsillos cuando alguien que pasaba dijo:
––Buenas noches, señor Holmes.
Había en aquel momento varias personas en la acera, pero el saludo parecía proceder de
un joven delgado con impermeable que había pasado de prisa a nuestro lado.
––Esa voz la he oído antes ––dijo Holmes, mirando fijamente la calle mal iluminada––.
Me pregunto quién demonios podrá ser.
Aquella noche dormí en Baker Street, y estábamos dando cuenta de nuestro café con
tostadas cuando el rey de Bohemia se precipitó en la habitación.
––¿Es verdad que la tiene? ––exclamó, agarrando a Sherlock Holmes por los hombros y
mirándolo ansiosamente a los ojos.
––Aún no.
––Pero ¿tiene esperanzas?
––Tengo esperanzas.
––Entonces, vamos. No puedo contener mi impaciencia.
––Tenemos que conseguir un coche.
––No, mi carruaje está esperando.
––Bien, eso simplifica las cosas.