Bajamos y nos pusimos otra vez en marcha hacia la villa Briony.
––Irene Adler se ha casado ––comentó Holmes.
––¿Se ha casado? ¿Cuándo?
––Ayer.
––Pero ¿con quién?
––Con un abogado inglés apellidado Norton.
––¡Pero no es posible que le ame!
––Espero que sí le ame.
––¿Por qué espera tal cosa?
––Porque eso libraría a vuestra majestad de todo temor a futuras molestias. Si ama a su
marido, no ama a vuestra majestad. Si no ama a vuestra majestad, no hay razón para que
interfiera en los planes de vuestra majestad.
––Es verdad. Y sin embargo... ¡En fin!... ¡Ojalá ella hubiera sido de mi condición! ¡Qué
reina habría sido!
Y con esto se hundió en un silencio taciturno que no se rompió hasta que nos detuvimos
en Serpentine Avenue. La puerta de la villa Briony estaba abierta, y había una mujer
mayor de pie en los escalones de la entrada. Nos miró con ojos sardónicos mientras
bajábamos del carricoche. ––El señor Sherlock Holmes, supongo ––dijo.
––Yo soy el señor Holmes ––respondió mi compañero, dirigiéndole una mirada
interrogante y algo sorprendida.
––En efecto. Mi señora me dijo que era muy probable que viniera usted. Se marchó esta
mañana con su marido, en el tren de las cinco y cuarto de Charing Cross, rumbo al continente.
––¿Cómo? ––Sherlock Holmes retrocedió tambaleándose, poniéndose blanco de
sorpresa y consternación––. ¿Quiere decir que se ha marchado de Inglaterra?
––Para no volver.
––¿Y los papeles? –