A las tres en punto yo estaba en Baker Street, pero Holmes aún no había regresado. La
casera me dijo que había salido de casa poco después de las ocho de la mañana. A pesar
de ello, me senté junto al fuego, con la intención de esperarle, tardara lo que tardara.
Sentía ya un profundo interés por el caso, pues aunque no presentara ninguno de los
aspectos extraños y macabros que caracterizaban a los dos crímenes que ya he relatado en
otro lugar, la naturaleza del caso y la elevada posición del cliente le daban un carácter
propio. La verdad es que, independientemente de la clase de investigación que mi amigo
tuviera entre manos, había algo en su manera magistral de captar las situaciones y en sus
agudos e incisivos razonamientos, que hacía que para mí fuera un placer estudiar su
sistema de trabajo y seguir los métodos rápidos y sutiles con los que desentrañaba los
misterios más enrevesados. Tan acostumbrado estaba yo a sus invariables éxitos que ni se
me pasaba por la cabeza la posibilidad de que fracasara.
Eran ya cerca de las cuatro cuando se abrió la puerta y entró en la habitación un mozo
con pinta de borracho, desastrado y con patillas, con la cara enrojecida e impresentablemente
vestido. A pesar de lo acostumbrado que estaba a las asombrosas facultades de mi
amigo en el uso de disfraces, tuve que mirarlo tres veces para convencerme de que,
efectivamente, se trataba de él. Con un gesto de saludo desapareció en el dormitorio, de
donde salió a los cinco minutos vestido con un traje de tweed y tan respetable como
siempre. Se metió las manos en los bolsillos, estiró las piernas frente a la chimenea y se
echó a reír a carcajadas durante un buen rato.
––¡Caramba, caramba! ––exclamó, atragantándose y volviendo a reír hasta quedar
fláccido y derrengado, tumbado sobre la silla.
––¿Q \: