––Advertí, de pasada, que antes de salir de casa, pero después de haberse vestido del
todo, había escrito una nota. Usted ha observado que el guante derecho tenía roto el dedo
índice, pero no se fijó en que tanto el guante como el dedo estaban manchados de tinta
violeta. Había escrito con prisas y metió demasiado la pluma en el tintero. Ha tenido que
ser esta mañana, pues de no ser así la mancha no estaría tan clara en el dedo. Todo esto
resulta entretenido, aunque bastante elemental, pero hay que ponerse a la faena, Watson.
¿Le importaría leerme la descripción del señor Hosmer Angel que se da en el anuncio?
Levanté a la luz el pequeño recorte impreso. «Desaparecido, en la mañana del día 14,
un caballero llamado Hosmer Angel. Estatura, unos cinco pies y siete pulgadas;
complexión fuerte, piel atezada, cabello negro con una pequeña calva en el centro,
patillas largas y bigote negro; gafas oscuras, ligero defecto en el habla. La última vez que
se le vio vestía levita negra con solapas de seda, chaleco negro con una cadena de oro y
pantalones grises de paño, con polainas marrones sobre botines de elástico. Se sabe que
ha trabajado en una oficina de Leadenhall Street. Quien pueda aportar noticias, etc., etc.»
––Con eso basta ––dijo Holmes––. En cuanto a las cartas... ––continuó, echándolas un
vistazo–– son de lo más vulgar. No hay en ellas ninguna pista del señor Angel, salvo que
cita una vez a Balzac. Sin embargo, presentan un aspecto muy notable, que sin duda le
llamará la atención.
––Que están escritas a máquina ––dije yo.
––No sólo eso, hasta la firma está a máquina. Fíjese en el pequeño y pulcro «Hosmer
Angel» escrito al pie. Y, como verá, hay fecha pero no dirección completa, sólo «Leadenhall
Street», que es algo muy inconcreto. Lo de la firma resulta muy sugerente... casi
podría decirse que concluyente.
––¿De qué?
––Querido amigo, ¿es posible que no vea la importancia que esto tiene en el caso?
––Mentiría si dijera que la veo, a no ser que lo hiciera para poder negar que la firma era
suya, en caso de que se le demandara por ruptura de compromiso.
––No, no se trata de eso. Sin embargo, voy a escribir dos cartas que dejarán zanjado el
asunto. Una, para una firma de la City; y la otra, al padrastro de la joven, el señor Windibank,
pidiéndole que venga a visitarnos mañana a las seis de la tarde. Ya es hora de que
tratemos con los varones de la familia. Y ahora, doctor, no hay nada que hacer hasta que
lleguen las respuestas a las cartas, así que podemos desentendernos del problemilla por el
momento.
Tenía tantas razones para confiar en las penetrantes dotes deductivas y en la
extraordinaria energía de mi amigo, que supuse que debía existir una base sólida para la
tranquila y segura desenvoltura con que trataba el singular misterio que se le había
llamado a sondear. Sólo una vez le había visto fracasar, en el caso del rey de Bohemia y
la fotografía de Irene Adler, pero si me ponía a pensar en el misterioso enredo de El signo
de los Cuatro o en las extraordinarias circunstancias que concurrían en el Estudio en
escarlata, me sentía convencido de que no había misterio tan complicado que él no pudiera
resolver.
Lo dejé, pues, todavía chupando su pipa de arcilla negra, con el convencimiento de que,
cuando volviera por allí al día siguiente, encontraría ya en sus manos todas las pistas que
conducirían a la identificación del desaparecido novio de la señorita Mary Sutherland.
Un caso profesional de extrema gravedad ocupaba por entonces mi atención, y pasé
todo el día siguiente a la cabecera del enfermo. Eran ya casi las seis cuando quedé libre y
pude saltar a un coche que me llevara a Baker Street, con cierto miedo de llegar
demasiado tarde para asistir al desenlace del pequeño misterio. Sin embargo, encontré a
Sherlock Holmes solo, medio dormido, con su larga y delgada figura enroscada en los
recovecos de su sillón. Un formidable despliegue de frascos y tubos de ensayo, más el
olor picante e inconfundible del ácido clorhídrico, me indicaban que había pasado el día
entregado a los experimentos químicos que tanto le gustaban.
––Qué, ¿lo resolvió usted? ––pregunté al entrar.
––Sí, era el bisulfato de bario.