delitos más importantes suelen tender a ser sencillos, porque cuanto más grande es el
crimen, más evidentes son, como regla general, los motivos. En estos casos, y
exceptuando un asunto bastante enrevesado que me han mandado de Marsella, no hay
nada que presente interés alguno. Sin embargo, es posible que me llegue algo mejor antes
de que pasen muchos minutos porque, o mucho me equivoco, o ésa es una cliente.
Se había levantado de su asiento y estaba de pie entre las cortinas separadas,
observando la gris y monótona calle londinense. Mirando por encima de su hombro, vi en
la acera de enfrente a una mujer grandota, con una gruesa boa de piel alrededor del
cuello, y una gran pluma roja ondulada en un sombrero de ala ancha que llevaba
inclinado sobre la oreja, a la manera coquetona de la duquesa de Devonshire. Bajo esta
especie de palio, la mujer miraba hacia nuestra ventana, con aire de nerviosismo y de
duda, mientras su cuerpo oscilaba de delante a atrás y sus dedos jugueteaban con los
botones de sus guantes. De pronto, con un arranque parecido al del nadador que se tira al
agua, cruzó presurosa la calle y oímos el fuerte repicar de la campanilla.
––Conozco bien esos síntomas ––dijo Holmes, tirando su cigarrillo a la chimenea––. La
oscilación en la acera significa siempre un affaire du coeur. Necesita consejo, pero no
está segura de que el asunto no sea demasiado delicado como para confiárselo a otro. No
obstante, hasta en esto podemos hacer distinciones. Cuando una mujer ha sido
gravemente perjudicada por un hombre, ya no oscila, y el síntoma habitual es un cordón
de campanilla roto. En este caso, podemos dar por supuesto que se trata de un asunto de
amor, pero la doncella no está verdaderamente indignada, sino más bien perpleja o
dolida. Pero aquí llega en persona para sacarnos de dudas.
No había acabado de hablar cuando sonó un golpe en la puerta y entró un botones
anunciando a la señorita Mary Sutherland, mientras la dama mencionada se cernía sobre
su pequeña figura negra como un barco mercante, con todas sus velas desplegadas, detrás
de una barquichuela. Sherlock Holmes la acogió con la espontánea cortesía que le
caracterizaba y, después de cerrar la puerta e indicarle con un gesto que se sentara en una
butaca, la examinó de aquella manera minuciosa y a la vez abstraída, tan peculiar en él.
––¿No le parece ––dijo–– que siendo corta de vista es un poco molesto escribir tanto a
máquina?
––Al principio, sí ––respondió ella––, pero ahora ya sé dónde están las letras sin
necesidad de mirar.
Entonces, dándose cuenta de pronto de todo el alcance de las palabras de Holmes, se
estremeció violentamente y levantó la mirada, con el miedo y el asombro pintados en su
rostro amplio y amigable.
––¡Usted ha oído hablar de mí, señor Holmes! ––exclamó––. ¿Cómo, si no, podría
usted saber eso?
––No le dé importancia ––dijo Holmes, echándose a reírSaber cosas es mi oficio. Es
muy posible que me haya entrenado para ver cosas que los demás pasan por alto. De no
ser así, ¿por qué iba usted a venir a consultarme?
––He acudido a usted, señor, porque me habló de usted la señora Etherege, a cuyo
marido localizó usted con tanta facilidad cuando la policía y todo el mundo le habían
dado ya por muerto. ¡Oh, señor Holmes, ojalá pueda usted hacer lo mismo por mí! No
soy rica, pero dispongo de una renta de cien libras al año, más lo poco que saco con la
máquina, y lo daría todo por saber qué ha sido del señor Hosmer Angel.
––¿Por qué ha venido a consultarme con tantas prisas? ––preguntó Sherlock Holmes,
juntando las puntas de los dedos y con los ojos fijos en el techo.
De nuevo, una expresión de sobresalto cubrió el rostro algo inexpresivo de la señorita
Mary Sutherland.
––Sí, salí de casa disparada ––dijo–– porque me puso furiosa ver con qué tranquilidad
se lo tomaba todo el señor Windibank, es decir, mi padre. No quiso acudir a la policía, no
quiso acudir a usted, y por fin, en vista de que no quería hacer nada y seguía diciendo que
no había pasado nada, me enfurecí y me vine derecha a verle con lo que tenía puesto en
aquel momento.