de descifrar el embrollo, pero acabé por darme por vencido, y decidí dejar de pensar en
ello hasta que la noche aportase alguna explicación.
A las nueve y cuarto salí de casa, atravesé el parque y recorrí Oxford Street hasta llegar
a Baker Street. Había dos coches aguardando en la puerta, y al entrar en el vestíbulo oí
voces arriba. Al penetrar en la habitación encontré a Holmes en animada conversación
con dos hombres, a uno de los cuales identifiqué como Peter Jones, agente de policía; el
otro era un hombre larguirucho, de cara triste, con un sombrero muy lustroso y una levita
abrumadoramente respetable.
––¡Ajá! Nuestro equipo está completo ––dijo Holmes, abotonándose su chaquetón
marinero y cogiendo del perchero su pesado látigo de caza––. Watson, creo que ya
conoce al señor Jones, de Scotland Yard. Permítame que le presente al señor
Merryweather, que nos acompañará en nuestra aventura nocturna.
––Como ve, doctor, otra vez vamos de caza por parejas ––dijo Jones con su retintín
habitual––. Aquí nuestro amigo es único organizando cacerías. Sólo necesita un perro
viejo que le ayude a correr la pieza.
––Espero que al final no resulte que hemos cazado fantasmas ––comentó el señor
Merryweather en tono sombrío.
––Puede usted depositar una considerable confianza en el señor Holmes, caballero ––
dijo el policía con aire petulante––. Tiene sus métodos particulares, que son, si me
permite decirlo, un poco demasiado teóricos y fantasiosos, pero tiene madera de
detective. No exagero al decir que en una o dos ocasiones, como en aquel caso del crimen
de los Sholto y el tesoro de Agra, ha llegado a acercarse más a la verdad que el cuerpo de
policía.
––Bien, si usted lo dice, señor Jones, por mí de acuerdo ––dijo el desconocido con
deferencia––. Aun así, confieso que echo de menos mi partida de cartas. Es la primera
noche de sábado en veintisiete años que no juego mi partida.
––Creo que pronto comprobará ––dijo Sherlock Holmesque esta noche se juega usted
mucho más de lo que se ha jugado en su vida, y que la partida será mucho más
apasionante. Para usted, señor Merryweather, la apuesta es de unas treinta mil libras; y
para usted, Jones, el hombre al que tanto desea echar el guante.
––John Clay, asesino, ladrón, estafador y falsificador. Es un hombre joven, señor
Merryweather, pero se encuentra ya en la cumbre de su profesión, y tengo más ganas de
ponerle las esposas a él que a ningún otro criminal de Londres. Un individuo notable, este
joven John Clay. Es nieto de un duque de sangre real, y ha estudiado en Eton y en
Oxford. Su cerebro es tan ágil como sus manos, y aunque encontramos rastros suyos a
cada paso, nunca sabemos dónde encontrarlo a él. Esta semana puede reventar una casa
en Escocia, y a la siguiente puede estar recaudando fondos para construir un orfanato en
Cornualles. Llevo años siguiéndole la pista y jamás he logrado ponerle los ojos encima.
––Espero tener el placer de presentárselo esta noche. Yo también he tenido un par de
pequeños roces con el señor John Clay, y estoy de acuerdo con usted en que se encuentra
en la cumbre de su profesión. No obstante, son ya más de las diez, y va siendo hora de
que nos pongamos en marcha. Si cogen ustedes el primer coche, Watson y yo los
seguiremos en el segundo.
Sherlock Holmes no se mostró muy comunicativo durante el largo trayecto, y
permaneció arrellanado, tarareando las melodías que había escuchado por la tarde.
Avanzamos traqueteando a través de un interminable laberinto de calles iluminadas por
farolas de gas, hasta que salimos a Farringdon Street.
––Ya nos vamos acercando ––comentó mi amigo––. Este Merryweather es director de
banco, y el asunto le interesa de manera personal. Y me pareció conveniente que también
nos acompañase Jones. No es mal tipo, aunque profesionalmente sea un completo
imbécil. Pero posee una virtud positiva: es valiente como un bulldog y tan tenaz como
una langosta cuando cierra sus garras sobre alguien. Ya hemos llegado, y nos están
esperando.
Nos encontrábamos en la misma calle concurrida en la que habíamos estado por la