enjambre de peatones. Al contemplar la hilera de tiendas elegantes y oficinas lujosas,
nadie habría pensado que su parte trasera estuviera pegada a la de la solitaria y descolorida
plaza que acabábamos de abandonar.
––Veamos ––dijo Holmes, parándose en la esquina y mirando la hilera de edificios––.
Me gustaría recordar el orden de las casas. Una de mis aficiones es conocer Londres al
detalle. Aquí está Mortimer's, la tienda de tabacos, la tiendecita de periódicos, la sucursal
de Coburg del City and Suburban Bank, el restaurante vegetariano y las cocheras
McFarlane. Con esto llegamos a la siguiente manzana. Y ahora, doctor, nuestro trabajo
está hecho yya es hora de que tengamos algo de diversión. Un bocadillo, una taza de café
y derechos a la tierra del violín, donde todo es dulzura, delicadeza y armonía, y donde no
hay clientes pelirrojos que nos fastidien con sus rompecabezas.
Mi amigo era un entusiasta de la música, no sólo un intérprete muy dotado, sino
también un compositor de méritos fuera de lo común. Se pasó toda la velada sentado en
su butaca, sumido en la más absoluta felicidad, marcando suavemente el ritmo de la
música con sus largos y afilados dedos, con una sonrisa apacible y unos ojos lánguidos y
soñadores que se parecían muy poco a los de Holmes el sabueso, Holmes el implacable,
Holmes el astuto e infalible azote de criminales. La curiosa dualidad de la naturaleza de
su carácter se manifestaba alternativamente, y muchas veces he pensado que su
exagerada exactitud y su gran astucia representaban una reacción contra el humor poético
y contemplativo que de vez en cuando predominaba en él. Estas oscilaciones de su
carácter lo llevaban de la languidez extrema a la energía devoradora y, como yo bien
sabía, jamás se mostraba tan formidable como después de pasar días enteros repantigado
en su sillón, sumido en sus improvisaciones y en sus libros antiguos. Entonces le venía de
golpe el instinto cazador, y sus brillantes dotes de razonador se elevaban hasta el nivel de
la intuición, hasta que aquellos que no estaban familiarizados con sus métodos se le
quedaban mirando asombrados, como se mira a un hombre que posee un conocimiento
superior al de los demás mortales. Cuando le vi aquella tarde, tan absorto en la música del
St. James Hall, sentí que nada bueno les esperaba a los que se había propuesto cazar.
––Sin duda querrá usted ir a su casa, doctor ––dijo en cuanto salimos.
––Sí, ya va siendo hora.
––Y yo tengo que hacer algo que me llevará unas horas. Este asunto de Coburg Square
es grave.
––¿Por qué es grave?
––Se está preparando un delito importante. Tengo toda clase de razones para creer que
llegaremos a tiempo de impedirlo. Pero el hecho de que hoy sea sábado complica las
cosas. Necesitaré su ayuda esta noche.
––¿A qué hora?
––A las diez estará bien.
––Estaré en Baker Street a las diez.
––Muy bien. ¡Y oiga, doctor! Puede que haya algo de peligro, así que haga el favor de
echarse al bolsillo su revólver del ejército.
Se despidió con un gesto de la mano, dio media vuelta y en un instante desapareció
entre la multitud.
No creo ser más torpe que cualquier hijo de vecino, y sin embargo, siempre que trataba
con Sherlock Holmes me sentía como agobiado por mi propia estupidez. En este caso había
oído lo mismo que él, había visto lo mismo que él, y sin embargo, a juzgar por sus
palabras, era evidente que él veía con claridad no sólo lo que había sucedido, sino incluso
lo que iba a suceder, mientras que para mí todo el asunto seguía igual de confuso y
grotesco. Mientras me dirigía a mi casa en Kensington estuve pensando en todo ello,
desde la extraordinaria historia del pelirrojo copiador de enciclopedias hasta la visita a
Saxe––Coburg Square y las ominosas palabras con que Holmes se había despedido de mí.
¿Qué era aquella expedición nocturna, y por qué tenía que ir armado? ¿Dónde íbamos a ir
y qué íbamos a hacer? Holmes había dado a entender que aquel imberbe empleado del
prestamista era un tipo de cuidado, un hombre empeñado en un juego importante. Traté