por hacer algo tan sencillo como copiar la Enciclopedia Británica. Vincent Spaulding
hizo todo lo que pudo por animarme, pero a la hora de acostarme yo ya había decidido
desentenderme del asunto. Sin embargo, a la mañana siguiente pensé que valla la pena
probar, así que compré un tintero de un penique, me hice con una pluma y siete pliegos
de papel, y me encaminé a Pope's Court.
»Para mi sorpresa y satisfacción, todo salió a pedir de boca. Encontré la mesa ya
preparada para mí, y al señor Duncan Ross esperando a ver si me presentaba puntualmente
al trabajo. Me dijo que empezara por la letra A y me dejó solo; pero se dejaba caer
de vez en cuando para comprobar que todo iba bien. A las dos me deseó buenas tardes,
me felicitó por lo mucho que había escrito y cerró la puerta de la oficina cuando yo salí.
»Todo siguió igual un día tras otro, señor Holmes, y el sábado se presentó el gerente y
me abonó cuatro soberanos por el trabajo de la semana. Lo mismo ocurrió a la semana
siguiente, y a la otra. Yo llegaba cada mañana a las diez y me marchaba a las dos de la
tarde. Poco a poco, el señor Duncan Ross se limitó a aparecer una vez cada mañana y,
con el tiempo, dejó de presentarse. Aun así, como es natural, yo no me atrevía a
ausentarme de la habitación ni un instante, pues no estaba seguro de cuándo podría
aparecer, y el empleo era tan bueno y me venía tan bien que no quería arriesgarme a
perderlo.
»De este modo transcurrieron ocho semanas, durante las cuales escribí sobre Abades,
Armaduras, Arquerías, Arquitectura y Ática, y esperaba llegar muy pronto a la B si me
aplicaba. Tuve que gastar algo en papel, y ya tenía un estante casi lleno de hojas escritas.
Y de pronto, todo se acabó.
––¿Que se acabó?
––Sí, señor. Esta misma mañana. Como de costumbre, acudí al trabajo a las diez en
punto, pero encontré la puerta cerrada con llave y una pequeña cartulina clavada en la
madera con una chincheta. Aquí la tiene, puede leerla usted mismo.
Extendió un trozo de cartulina blanca, del tamaño aproximado de una cuartilla. En ella
estaba escrito lo siguiente:
«HA QUEDADO DISUELTA LA LIGA DE LOS PELIRROJOS.
9 de octubre de 1890»
Sherlock Holmes y yo examinamos aquel conciso anuncio y la cara afligida que había
detrás, hasta que el aspecto cómico del asunto dominó tan completamente las demás
consideraciones que ambos nos echamos a reír a carcajadas.
––No sé qué les hace tanta gracia ––exclamó nuestro cliente, sonrojándose hasta las
raíces de su llameante cabello––. Si lo mejor que saben hacer es reírse de mí, más vale
que recurra a otros.
––No, no ––exclamó Holmes, empujándolo de nuevo hacia la silla de la que casi se
había levantado––. Le aseguro que no dejaría escapar su caso por nada del mundo.
Resulta reconfortantemente insólito. Pero, si me perdona que se lo diga, el asunto
presenta algunos aspectos bastante graciosos. Dígame, por favor: ¿qué pasos dio usted
después de encontrar esta tarjeta en la puerta?
––Me quedé de una pieza, señor. No sabía qué hacer. Entonces entré en las oficinas de
al lado, pero en ninguna de ellas parecían saber nada del asunto. Por último, me dirigí al
administrador, un contable que vive en la planta baja, y le pregunté si sabía qué había
pasado con la Liga de los Pelirrojos. Me respondió que jamás había oído hablar de
semejante sociedad. Entonces le pregunté por el señor Duncan Ross. Me dijo que era la
primera vez que oía ese nombre.
»––Bueno ––dije yo––, me refiero al caballero del número 4.
»––Cómo, ¿el pelirrojo?
»––Sí.
»––¡Oh! ––dijo––. Se llama William Morris. Es abogado y estaba utilizando el local
como despacho provisional mientras acondicionaba sus nuevas oficinas. Se marchó ayer.
»––¿Dónde puedo encontrarlo?
»––Pues en sus nuevas oficinas. Me dio la dirección. Sí, eso es, King Edward Street,