una silla, había un raído sombrero de copa y un abrigo marrón descolorido con cuello de
terciopelo bastante arrugado. En conjunto, y por mucho que lo mirase, no había nada
notable en aquel hombre, con excepción de su cabellera pelirroja y de la expresión de
inmenso pesar y disgusto que se leía en sus facciones.
Mis esfuerzos no pasaron desapercibidos para los atentos ojos de Sherlock Holmes, que
movió la cabeza, sonriendo, al adivinar mis inquisitivas miradas.
––Aparte de los hechos evidentes de que en alguna época ha realizado trabajos
manuales, que toma rapé, que es masón, que ha estado en China y que últimamente ha
escrito muchísimo, soy incapaz de deducir nada más ––dijo.
El señor Jabez Wilson dio un salto en su silla, manteniendo el dedo índice sobre el
periódico, pero con los ojos clavados en mi compañero.
––¡En nombre de todo lo santo! ¿Cómo sabe usted todo eso, señor Holmes? ––
preguntó––. ¿Cómo ha sabido, por ejemplo, que he trabajado con las manos? Es tan
cierto como el Evangelio que empecé siendo carpintero de barcos.
––Sus manos, señor mío. Su mano derecha es bastante más grande que la izquierda. Ha
trabajado usted con ella y los músculos se han desarrollado más.
––Está bien, pero ¿y lo del rapé y la masonería?
––No pienso ofender su inteligencia explicándole cómo he sabido eso, especialmente
teniendo en cuenta que, contraviniendo las estrictas normas de su orden, lleva usted un
alfiler de corbata con un arco y un compás.
––¡Ah, claro! Lo había olvidado. ¿Y lo de escribir?
––¿Qué otra cosa podría significar el que el puño de su manga derecha se vea tan
lustroso en una anchura de cinco pulgadas, mientras que el de la izquierda está rozado
cerca del codo, por donde se apoya en la mesa?
––Bien. ¿Y lo de China?
––El pez que lleva usted tatuado justo encima de la muñeca derecha sólo se ha podido
hacer en China. Tengo realizado un pequeño estudio sobre los tatuajes e incluso he
contribuido a la literatura sobre el tema. Ese truco de teñir las escamas con una delicada
tonalidad rosa es completamente exclusivo de los chinos. Y si, además, veo una moneda
china colgando de la cadena de su reloj, la cuestión resulta todavía más sencilla.
El señor Jabez Wilson se echó a reír sonoramente. ––¡Quién lo iba a decir! ––exclamó–
–. Al principio me pareció que había hecho usted algo muy inteligente, pero ahora me
doy cuenta de que, después de todo, no tiene ningún mérito. ––Empiezo a pensar, Watson
––dijo Holmes––, que cometo un error al dar explicaciones. Omne ignotum pro
magnifico, como usted sabe, y mi pobre reputación, en lo poco que vale, se vendrá abajo
si sigo siendo tan ingenuo. ¿Encuentra usted el anuncio, señor Wilson?
––Sí, ya lo tengo ––respondió Wilson, con su dedo grueso y colorado plantado a mitad
de la columna––. Aquí está. Todo empez