que salía por aquella puerta con las llaves en la mano y una expresión en el rostro que lo
convertía en una persona totalmente diferente del hombre orondo y jovial al que yo
estaba acostumbrada. Traía las mejillas enrojecidas, la frente arrugada por la ira, y las
venas de las sienes hinchadas de furia. Cerró la puerta y pasó junto a mí sin mirarme ni
dirigirme la palabra.
»Esto despertó mi curiosidad, así que cuando salí a dar un paseo con el niño, me
acerqué a un sitio desde el que podía ver las ventanas de este sector de la casa. Eran
cuatro en hilera, tres de ellas simplemente sucias y la cuarta cerrada con postigos.
Evidentemente, allí no vivía nadie. Mientras paseaba de un lado a otro, dirigiendo
miradas ocasionales a las ventanas, el señor Rucastle vino hacia mí, tan alegre y jovial
como de costumbre.
»––¡Ah! ––dijo––. No me considere un maleducado por haber pasado junto a usted sin
saludarla, querida señorita. Estaba preocupado por asuntos de negocios.
»––Le aseguro que no me ha ofendido ––respondí––. Por cierto, parece que tiene usted
ahí una serie completa de habitaciones, y una de ellas cerrada a cal y canto.
»––Uno de mis hobbies es la fotografía ––dijo––, y allí tengo instalado mi cuarto
oscuro. ¡Vaya, vaya! ¡Qué jovencita tan observadora nos ha caído en suerte! ¿Quién lo
habría creído? ¿Quién lo habría creído?
»Hablaba en tono de broma, pero sus ojos no bromeaban al mirarme. Leí en ellos
sospecha y disgusto, pero nada de bromas.
»Bien, señor Holmes, desde el momento en que comprendí que había algo en aquellas
habitaciones que yo no debía conocer, ardí en deseos de entrar en ellas. No se trataba de
simple curiosidad, aunque no carezco de ella. Era más bien una especie de sentido del
deber... Tenía la sensación de que de mi entrada allí se derivaría algún bien. Dicen que
existe la intuición femenina; posiblemente era eso lo que yo sentía.
En cualquier caso, la sensación era real, y yo estaba atenta a la menor oportunidad de
traspasar la puerta prohibida. »La oportunidad no llegó hasta ayer. Puedo decirle que,
además del señor Rucastle, tanto Toller como su mujer tienen algo que hacer en esas
habitaciones deshabitadas, y una vez vi a Toller entrando por la puerta con una gran bolsa
de lona negra. Últimamente, Toller está bebiendo mucho, y ayer por la tarde estaba
borracho perdido; y cuando subí las escaleras, encontré la llave en la puerta. Sin duda,
debió olvidarla allí. El señor y la señora Rucastle se encontraban en la planta baja, y el
niño estaba con ellos, así que disponía de una oportunidad magnífica. Hice girar con
cuidado la llave en la cerradura, abrí la puerta y me deslicé a través de ella.
»Frente a mí se extendía un pequeño pasillo, sin empapelado y sin alfombra, que
doblaba en ángulo recto al otro extremo. A la vuelta de esta esquina había tres puertas
seguidas; la primera y la tercera estaban abiertas, y las dos daban a sendas habitaciones
vacías, polvorientas y desangeladas, una con dos ventanas y la otra sólo con una, tan
cubiertas de suciedad que la luz crepuscular apenas conseguía abrirse paso a través de
ellas. La puerta del centro estaba cerrada, y atrancada por fuera con uno de los barrotes de
una cama de hierro, uno de cuyos extremos estaba sujeto con un candado a una argolla en
la pared, y el otro atado con una cuerda. También la cerradura estaba cerrada, y la llave
no estaba allí. Indudablemente, esta puerta atrancada correspondía a la ventana cerrada
que yo había visto desde fuera; y, sin embargo, por el resplandor que se filtraba por
debajo, se notaba que la habitación no estaba a oscuras. Evidentemente, había una
claraboya que dejaba entrar la luz por arriba. Mientras estaba en el pasillo mirando
aquella puerta siniestra y preguntándome qué secreto ocultaba, oí de pronto ruido de pasos
dentro de la habitación y vi una sombra que cruzaba de un lado a otro en la pequeña
rendija de luz que brillaba bajo la puerta. Al ver aquello, se apoderó de mí un terror loco
e irrazonable, señor Holmes. Mis nervios, que ya estaban de punta, me fallaron de
repente, di media vuelta y eché a correr. Corrí como si detrás de mí hubiera una mano
espantosa tratando de agarrar la falda de mi vestido. Atravesé el pasillo, crucé la puerta y
fui a parar directamente en los brazos del señor Rucastle, que esperaba fuera.
»––¡Vaya! ––dijo sonriendo––. ¡Así que era usted! Me lo imaginé al ver la puerta