»––No, no; entonces le tendríamos rondando por aquí a todas horas. Haga el favor de
darse la vuelta e indíquele que se marche, así.
»Hice lo que me pedían, y al instante la señora Rucastle bajó la persiana. Esto sucedió
hace una semana, y desde entonces no me he vuelto a sentar en la ventana ni me he puesto
el vestido azul, ni he visto al hombre de la carretera. ––Continúe, por favor ––dijo
Holmes––. Su narración promete ser de lo más interesante.
––Me temo que le va a parecer bastante inconexa, y lo más probable es que exista poca
relación entre los diferentes incidentes que menciono. El primer día que pasé en Copper
Beeches, el señor Rucastle me llevó a un pequeño cobertizo situado cerca de la puerta de
la cocina. Al acercarnos, oí un ruido de cadenas y el sonido de un animal grande que se
movía.
»––Mire por aquí ––dijo el señor Rucastle, indicándome una rendija entre dos tablas––.
¿No es una preciosidad?
»Miré por la rendija y distinguí dos ojos que brillaban y una figura confusa agazapada
en la oscuridad.
»––No se asuste ––dijo mi patrón, echándose a reír ante mi sobresalto––. Es solamente
Carlo, mi mastín. He dicho mío, pero en realidad el único que puede controlarlo es el
viejo Toller, mi mayordomo. Sólo le damos de comer una vez al día, y no mucho, de
manera que siempre está tan agresivo como una salsa picante. Toller lo deja suelto cada
noche, y que Dios tenga piedad del intruso al que le hinque el diente. Por lo que más
quiera, bajo ningún pretexto ponga los pies fuera de casa por la noche, porque se jugaría
usted la vida.
»No se trataba de una advertencia sin fundamento, porque dos noches después se me
ocurrió asomarme a la ventana de mi cuarto a eso de las dos de la madrugada. Era una
hermosa noche de luna, y el césped de delante de la casa se veía plateado y casi tan
iluminado como de día. Me encontraba absorta en la apacible belleza de la escena cuando
sentí que algo se movía entre las sombras de las hayas cobrizas. Por fin salió a la luz de la
luna y vi lo que era: un perro gigantesco, tan grande como un ternero, de piel leonada,
carrillos colgantes, hocico negro y huesos grandes y salientes. Atravesó lentamente el
césped y desapareció en las sombras del otro lado. Aquel terrible y silencioso centinela
me provocó un escalofrío como no creo que pudiera causarme ningún ladrón.
»Y ahora voy a contarle una experiencia muy extraña. Como ya sabe, me corté el pelo
en Londres, y lo había guardado, hecho un gran rollo, en el fondo de mi baúl. Una noche,
después de acostar al niño, me puse a inspeccionar los muebles de mi habitación y
ordenar mis cosas. Había en el cuarto un viejo aparador, con los dos cajones superiores
vacíos y el de abajo cerrado con llave. Ya había llenado de ropa los dos primeros cajones
y aún me quedaba mucha por guardar; como es natural, me molestaba no poder utilizar el
tercer ca