Test Drive | Page 149

––Eso haré, y más vale que me dé prisa, porque he prometido al señor Rucastle estar de vuelta antes de las tres. Me dio permiso para venir ala ciudad esta mañana, aunque poco se imagina a qué he venido. ––Oigámoslo todo por riguroso orden ––dijo Holmes, estirando hacia el fuego sus largas y delgadas piernas y disponiéndose a escuchar. ––En primer lugar, puedo decir que, en conjunto, el señor y la señora Rucastle no me tratan mal. Es de justicia decirlo. Pero no los entiendo y no me siento tranquila con ellos. ––¿Qué es lo que no entiende? ––Los motivos de su conducta. Pero se lo voy a contar tal como ocurrió. Cuando llegué, el señor Rucastle me recibió aquí y me llevó en su coche a Copper Beeches. Tal como él había dicho, está en un sitio precioso, pero la casa en sí no es bonita. Es un bloque cuadrado y grande, encalado pero todo manchado por la humedad y la intemperie. A su alrededor hay bosques por tres lados, y por el otro hay un campo en cuesta, que baja hasta la carretera de Southampton, la cual hace una curva a unas cien yardas de la puerta principal. Este terreno de delante pertenece a la casa, pero los bosques de alrededor forman parte de las propiedades de lord Southerton. Un conjunto de hayas cobrizas plantadas frente a la puerta delantera da nombre a la casa. »El propio señor Rucastle, tan amable como de costumbre, conducía el carricoche, y aquella tarde me presentó a su mujer y al niño. La conjetura que nos pareció tan probable allá en su casa de Baker Street resultó falsa, señor Holmes. La señora Rucastle no está loca. Es una mujer callada y pálida, mucho más joven que su marido; no llegará a los treinta años, cuando el marido no puede tener menos de cuarenta y cinco. He deducido de sus conversaciones que llevan casados unos siete años, que él era viudo cuando se casó con ella, y que la única descendencia que tuvo con su primera esposa fue esa hija que ahora está en Filadelfia. El señor Rucastle me dijo confidencialmente que se marchó porque no soportaba a su madrastra. Dado que la hija tendría por lo menos veinte años, me imagino perfectamente que se sintiera incómoda con la joven esposa de su padre. »La señora Rucastle me pareció tan anodina de mente como de cara. No me cayó ni bien ni mal. Es como si no existiera. Se nota a primera vista que siente devoción por su marido y su hijito. Sus ojos grises pasaban continuamente del uno al otro, pendiente de sus más mínimos deseos y anticipándose a ellos si podía. Él la trataba con cariño, a su manera vocinglera y exuberante, y en conjunto parecían una pareja feliz. Y, sin embargo, esta mujer tiene una pena secreta. A menudo se queda sumida en profundos pensamientos, con una expresión tristísima en el rostro. Más de una vez la he sorprendido llorando. A veces he pensado que era el carácter de su hijo lo que la preocupaba, pues jamás en mi vida he conocido criatura más malcriada y con peores instintos. Es pequeño para su edad, con una cabeza desproporcionadamente grande. Toda su vida parece transcurrir en una alternancia de rabietas salvajes e intervalos de negra melancolía. Su único concepto de la diversión parece consistir en hacer sufrir a cualquier criatura más débil que él, y despliega un considerable talento para el acecho y captura de ratones, pajarillos e insectos. Pero prefiero no hablar del niño, señor Holmes, que en realidad tiene muy poco que ver con mi historia. ––Me gusta oír todos los detalles ––comentó mi amigo––, tanto si le parecen relevantes como si no. ––Procuraré no omitir nada de importancia. Lo único desagradable de la casa, que me llamó la atención nada más llegar, es el aspecto y conducta de los sirvientes. Hay sólo dos, marido y mujer. Toller, que así se llama, es un hombre tosco y grosero, con pelo y patillas grises, y que huele constantemente a licor. Desde que estoy en la casa lo he visto dos veces completamente borracho, pero el señor Rucastle parece no darse cuenta. Su esposa es una mujer muy alta y fuerte, con cara avinagrada, tan callada como la señora Rucastle, pero mucho menos tratable. Son una pareja muy desagradable, pero afortunadamente me paso la mayor parte del tiempo en el cuarto del niño y en el mío, que están uno junto a otro en una esquina del edificio. »Los dos primeros días después de mi llegada a Copper Beeches, mi vida transcurrió