––Eso haré, y más vale que me dé prisa, porque he prometido al señor Rucastle estar de
vuelta antes de las tres. Me dio permiso para venir ala ciudad esta mañana, aunque poco
se imagina a qué he venido.
––Oigámoslo todo por riguroso orden ––dijo Holmes, estirando hacia el fuego sus
largas y delgadas piernas y disponiéndose a escuchar.
––En primer lugar, puedo decir que, en conjunto, el señor y la señora Rucastle no me
tratan mal. Es de justicia decirlo. Pero no los entiendo y no me siento tranquila con ellos.
––¿Qué es lo que no entiende?
––Los motivos de su conducta. Pero se lo voy a contar tal como ocurrió. Cuando llegué,
el señor Rucastle me recibió aquí y me llevó en su coche a Copper Beeches. Tal como él
había dicho, está en un sitio precioso, pero la casa en sí no es bonita. Es un bloque
cuadrado y grande, encalado pero todo manchado por la humedad y la intemperie. A su
alrededor hay bosques por tres lados, y por el otro hay un campo en cuesta, que baja hasta
la carretera de Southampton, la cual hace una curva a unas cien yardas de la puerta
principal. Este terreno de delante pertenece a la casa, pero los bosques de alrededor
forman parte de las propiedades de lord Southerton. Un conjunto de hayas cobrizas
plantadas frente a la puerta delantera da nombre a la casa.
»El propio señor Rucastle, tan amable como de costumbre, conducía el carricoche, y
aquella tarde me presentó a su mujer y al niño. La conjetura que nos pareció tan probable
allá en su casa de Baker Street resultó falsa, señor Holmes. La señora Rucastle no está
loca. Es una mujer callada y pálida, mucho más joven que su marido; no llegará a los
treinta años, cuando el marido no puede tener menos de cuarenta y cinco. He deducido de
sus conversaciones que llevan casados unos siete años, que él era viudo cuando se casó
con ella, y que la única descendencia que tuvo con su primera esposa fue esa hija que
ahora está en Filadelfia. El señor Rucastle me dijo confidencialmente que se marchó
porque no soportaba a su madrastra. Dado que la hija tendría por lo menos veinte años,
me imagino perfectamente que se sintiera incómoda con la joven esposa de su padre.
»La señora Rucastle me pareció tan anodina de mente como de cara. No me cayó ni
bien ni mal. Es como si no existiera. Se nota a primera vista que siente devoción por su
marido y su hijito. Sus ojos grises pasaban continuamente del uno al otro, pendiente de
sus más mínimos deseos y anticipándose a ellos si podía. Él la trataba con cariño, a su
manera vocinglera y exuberante, y en conjunto parecían una pareja feliz. Y, sin embargo,
esta mujer tiene una pena secreta. A menudo se queda sumida en profundos
pensamientos, con una expresión tristísima en el rostro. Más de una vez la he sorprendido
llorando. A veces he pensado que era el carácter de su hijo lo que la preocupaba, pues
jamás en mi vida he conocido criatura más malcriada y con peores instintos. Es pequeño
para su edad, con una cabeza desproporcionadamente grande. Toda su vida parece
transcurrir en una alternancia de rabietas salvajes e intervalos de negra melancolía. Su
único concepto de la diversión parece consistir en hacer sufrir a cualquier criatura más
débil que él, y despliega un considerable talento para el acecho y captura de ratones,
pajarillos e insectos. Pero prefiero no hablar del niño, señor Holmes, que en realidad tiene
muy poco que ver con mi historia.
––Me gusta oír todos los detalles ––comentó mi amigo––, tanto si le parecen relevantes
como si no.
––Procuraré no omitir nada de importancia. Lo único desagradable de la casa, que me
llamó la atención nada más llegar, es el aspecto y conducta de los sirvientes. Hay sólo
dos, marido y mujer. Toller, que así se llama, es un hombre tosco y grosero, con pelo y
patillas grises, y que huele constantemente a licor. Desde que estoy en la casa lo he visto
dos veces completamente borracho, pero el señor Rucastle parece no darse cuenta. Su
esposa es una mujer muy alta y fuerte, con cara avinagrada, tan callada como la señora
Rucastle, pero mucho menos tratable. Son una pareja muy desagradable, pero
afortunadamente me paso la mayor parte del tiempo en el cuarto del niño y en el mío, que
están uno junto a otro en una esquina del edificio.
»Los dos primeros días después de mi llegada a Copper Beeches, mi vida transcurrió