––Me gustaría.
––Pues mire el horario.
––Hay un tren a las nueve y media ––dije, consultando la guía––. Llega a Winchester a
las once y media.
––Nos servirá perfectamente. Quizá sea mejor que aplace mi análisis de las acetonas,
porque mañana puede que necesitemos estar en plena forma.
A las once de la mañana del día siguiente nos acercábamos ya a la antigua capital
inglesa. Holmes había permanecido todo el viaje sepultado en los periódicos de la
mañana, pero en cuanto pasamos los límites de Hampshire los dejó a un lado y se puso a
admirar el paisaje. Era un hermoso día de primavera, con un cielo azul claro, salpicado de
nubecillas algodonosas que se desplazaban de oeste a este. Lucía un sol muy brillante, a
pesar de lo cual el aire tenía un frescor estimulante, que aguzaba la energía humana. Por
toda la campiña, hasta las ondulantes colinas de la zona de Aldershot, los tejadillos rojos
y grises de las granjas asomaban entre el verde claro del follaje primaveral.
––¡Qué hermoso y lozano se ve todo! ––exclamé con el entusiasmo de quien acaba de
escapar de las nieblas de Baker Street.
Pero Holmes meneó la cabeza con gran seriedad.
––Ya sabe usted, Watson ––dijo––, que una de las maldiciones de una mente como la
mía es que tengo que mirarlo todo desde el punto de vista de mi especialidad. Usted mira
esas casas dispersas y se siente impresionado por su belleza. Yo las miro, y el único
pensamiento que me viene a la cabeza es lo aisladas que están, y la impunidad con que
puede cometerse un crimen en ellas.
––¡Cielo santo! ––exclamé––. ¿Quién sería capaz de asociar la idea de un crimen con
estas preciosas casitas?
––Siempre me han producido un cierto horror. Tengo la convicción, Watson, basada en
mi experiencia, de que las callejuelas más sórdidas y miserables de Londres no cuentan
con un historial delictivo tan terrible como el de la sonriente y hermosa campiña inglesa.
––¡Me horroriza usted!
––Pero la razón salta a la vista. En la ciudad, la presión de la opinión pública puede
lograr lo que la ley es incapaz de conseguir. No hay callejuela tan miserable como para
que los gritos de un niño maltratado o los golpes de un marido borracho no despierten la
simpatía y la indignación del vecindario; y además, toda la maquinaria de la justicia está
siempre tan a mano que basta una palabra de queja para ponerla en marcha, y no hay más
que un paso entre el delito y el banquillo. Pero fijese en esas casas solitarias, cada una en
sus propios campos, en su mayor parte llenas de gente pobre e ignorante que sabe muy
poco de la ley. Piense en los actos de crueldad infernal, en las maldades ocultas que
pueden cometerse en estos lugares, año tras año, sin que nadie se entere. Si esta dama que
ha solicitado nuestra ayuda se hubiera ido a vivir a Winchester, no temería por ella. Son
las cinco millas de campo las que crean el peligro. Aun así, resulta claro que no se
encuentra amenazada personalmente.
––No. Si puede venir a Winchester a recibirnos, también podría escapar.
––Exacto. Se mueve con libertad.
––Pero entonces, ¿qué es lo que sucede? ¿No se le ocurre ninguna explicación?
––Se me han ocurrido siete explicaciones diferentes, cada una de las cuales tiene en
cuenta los pocos datos que conocemos. Pero ¿cuál es la acertada? Eso sólo puede
determinarlo la nueva información que sin duda nos aguarda. Bueno, ahí se ve la torre de
la catedral, y pronto nos enteraremos de lo que la señorita Hunter tiene que contarnos.
El Black Swan era una posada de cierta fama situada en High Street, a muy poca
distancia de la estación, y allí estaba la joven aguardándonos. Había reservado una
habitación y nuestro almuerzo nos esperaba en la mesa.
––¡Cómo me alegro de que hayan venido! ––dijo fervientemente––. Los dos han sido
muy amables. Les digo de verdad que no sé qué hacer. Su