conocía a mi hombre y le apliqué una pistola a la sien antes de que pudiera golpear.
Entonces se volvió un poco más razonable. Le dije que le pagaríamos un rescate por las
piedras que tenía en su poder: mil libras por cada una. Aquello provocó en él las primeras
señales de pesar. «¡Maldita sea! ––dijo––. ¡Y yo que he vendido las tres por seiscientas!»
No tardé en arrancarle la dirección del comprador, prometiéndole que no presentaríamos
ninguna denuncia. Me fui a buscarlo y, tras mucho regateo, le saqué las piedras a mil
libras cada una. Luego fui a visitar a su hijo, le dije que todo había quedado aclarado, y
por fin me acosté a eso de las dos, después de lo que bien puedo llamar una dura jornada.
––¡Una jornada que ha salvado a Inglaterra de un gran escándalo público! ––dijo el
banquero, poniéndose en pie––. Señor, no encuentro palabras para darle las gracias, pero
ya comprobará usted que no soy desagradecido. Su habilidad ha superado con creces todo
lo que me habían contado de usted. Y ahora, debo volver al lado de mi querido hijo para
pedirle perdón por lo mal que lo he tratado. En cuanto a mi pobre Mary, lo que usted me
ha contado me ha llegado al alma. Supongo que ni siquiera usted, con todo su talento,
puede informarme de dónde se encuentra ahora.
––Creo que podemos afirmar sin temor a equivocarnos ––replicó Holmes ––que está
allí donde se encuentre sir George Burnwell. Y es igualmente seguro que, por graves que
sean sus pecados, pronto recibirán un castigo más que suficiente.