El gabinete del banquero era un cuartito amueblado con sencillez, con una alfombra
gris, un gran escritorio y un espejo alargado. Holmes se dirigió en primer lugar al escritorio
y examinó la cerradura.
––¿Qué llave se utilizó para abrirlo? ––preguntó.
––La misma que dijo mi hijo: la del armario del trastero.
––¿La tiene usted aquí?
––Es esa que hay encima de la mesita.
Sherlock Holmes cogió la llave y abrió el escritorio.
––Es un cierre silencioso ––dijo––. No me extraña que no le despertara. Supongo que
éste es el estuche de la corona. Tendremos que echarle un vistazo.
Abrió la caja, sacó la diadema y la colocó sobre la mesa. Era un magnífico ejemplar del
arte de la joyería, y sus treinta y seis piedras eran las más hermosas que yo había visto.
Uno de sus lados tenía el borde torcido y roto, y le faltaba una esquina con tres piedras.
––Ahora, señor Holder ––dijo Holmes––, aquí tiene la esquina simétrica a la que se ha
perdido tan lamentablemente. Haga usted el favor de arrancarla.
El banquero retrocedió horrorizado.
––Ni en sueños me atrevería a intentarlo ––dijo.
––Entonces, lo haré yo ––con un gesto repentino, Holmes tiró de la esquina con todas
sus fuerzas, pero sin resultado––. Creo que la siento ceder un poco ––dijo––, pero,
aunque tengo una fuerza extraordinaria en los dedos, tardaría muchísimo tiempo en
romperla. Un hombre de fuerza normal sería incapaz de hacerlo. ¿Y qué cree usted que
sucedería si la rompiera, señor Holder? Sonaría como un pistoletazo. ¿Quiere usted
hacerme creer que todo esto sucedió a pocos metros de su cama, y que usted no oyó
nada?
––No sé qué pensar. Me siento a oscuras.
––Puede que se vaya iluminando a medida que avanzamos. ¿Qué piensa usted, señorita
Holder?
––Confieso que sigo compartiendo la perplejidad de mi tío.
––Cuando vio usted a su hijo, ¿llevaba éste puestos zapatos o zapatillas?
––No llevaba más que los pantalones y la camisa.
––Gracias. No cabe duda de que hemos tenido una suerte extraordinaria en esta
investigación, y si no logramos aclarar el asunto será exclusivamente por culpa nuestra.
Con su permiso, señor Holder, ahora continuaré mis investigaciones en el exterior.
Insistió en salir solo, explicando que toda pisada innecesaria haría más dificil su tarea.
Estuvo ocupado durante más de una hora, y cuando por fin regresó traía los pies cargados
de nieve y la expresión tan inescrutable como siempre.
––Creo que ya he visto todo lo que había que ver, señor Holder ––dijo––. Le resultaré
más útil si regreso a mis habitaciones.
––Pero las piedras, señor Holmes, ¿dónde están?
––No puedo decírselo.
El banquero se retorció las manos.
––¡No las volveré a ver! ––gimió––. ¿Y mi hijo? ¿Me da usted esperanzas?
––Mi opinión no se ha alterado en nada.
––Entonces, por amor de Dios, ¿qué siniestro manejo ha tenido lugar en mi casa esta
noche?
––Si se pasa usted por mi domicilio de Baker Street mañana por la mañana, entre las
nueve y las diez, tendré mucho gusto en hacer lo posible por aclararlo. Doy por supuesto
que me concede usted carta blanca para actuar en su nombre, con tal de que recupere las
gemas, sin poner limites a los gastos que yo le haga pagar.
––Daría toda mi fortuna por recuperarlas.
––Muy bien. Seguiré estudiando el asunto mientras tanto. Adiós. Es posible que tenga
que volver aquí antes de que anochezca.
Para mí, era evidente que mi compañero se había formado ya una opinión sobre el caso,
aunque ni remotamente conseguía imaginar a qué conclusiones habría llegado. Durante