»––Tendrás que hablar con ella por la mañana. O, si lo prefieres, le hablaré yo. ¿Estás
segura de que todo está cerrado?
»––Segurísima, papá.
»––Entonces, buenas noches ––le di un beso y volví a mi habitación, donde no tardé en
dormirme.
»Señor Holmes, estoy esforzándome por contarle todo lo que pueda tener alguna
relación con el caso, pero le ruego que no vacile en preguntar si hay algún detalle que no
queda claro.
––Al contrario, su exposición está siendo extraordinariamente lúcida.
––Llego ahora a una parte de mi historia que quiero que lo sea especialmente. Yo no
tengo el sueño pesado y, sin duda, la ansiedad que sentía hizo que aquella noche fuera
aún más ligero que de costumbre. A eso de las dos de la mañana, me despertó un ruido en
la casa. Cuando me desperté del todo ya no se oía, pero me había dado la impresión de
una ventana que se cerrara con cuidado. Escuché con toda mi alma. De pronto, con gran
espanto por mi parte, oí el sonido inconfundible de unos pasos sigilosos en la habitación
de al lado. Me deslicé fuera de la cama, temblando de miedo, y miré por la esquina de la
puerta del gabinete.
»––¡Arthur! ––grité––. ¡Miserable ladrón! ¿Cómo te atreves a tocar esa corona?
»La luz de gas estaba a media potencia, como yo la había dejado, y mi desdichado hijo,
vestido sólo con camisa y pantalones, estaba de pie junto a la luz, con la corona en las
manos. Parecía estar torciéndola o aplastándola con todas sus fuerzas. Al oír mi grito la
dejó caer y se puso tan pálido como un muerto. La recogí y la examiné. Le faltaba uno de
los extremos de oro, con tres de los berilos.
»––¡Canalla! ––grité, enloquecido de rabia––. ¡La has roto! ¡Me has deshonrado para
siempre! ¿Dónde están las joyas que has robado?
»––¡Robado! ––exclamó.
»––¡Sí, ladrón! ––rugí yo, sacudiéndolo por los hombros.
»––No falta ninguna. No puede faltar ninguna.
»––¡Faltan tres! ¡Y tú sabes qué ha sido de ellas! ¿Tengo que llamarte mentiroso,
además de ladrón? ¿Acaso no te acabo de ver intentando arrancar otro trozo?
»––Ya he recibido suficientes insultos ––dijo él––. No pienso aguantarlo más. Puesto
que prefieres insultarme, no diré una palabra más del asunto. Me iré de tu casa por la
mañana y me abriré camino por mis propios medios.
»––¡Saldrás de casa en manos de la policía! ––grité yo, medio loco de dolor y de ira––.
¡Haré que el asunto se investigue a fondo!
»––Pues por mi parte no averiguarás nada ––dijo él, con una pasión de la que no le
habría creído capaz––. Si decides llamar a la policía, que averigüen ellos lo que puedan.
»Para entonces, toda la casa estaba alborotada, porque yo, llevado por la cólera, había
alzado mucho la voz. Mary fue la primera en entrar corriendo en la habitación y, al ver la
corona y la cara de Arthur, comprendió todo lo sucedido y, dando un grito, cayó sin
sentido al suelo. Hice que la doncella avisara a la policía y puse inmediatamente la
investigación en sus manos. Cuando el inspector y un agente de uniforme entraron en la
casa, Arthur, que había permanecido todo el tiempo taciturno y con los brazos cruzados,
me preguntó si tenía la intención de acusarle de robo. Le respondí que había dejado de ser
un asunto privado para convertirse en público, puesto que la corona destrozada era
propiedad de la nación. Yo estaba decidido a que la ley se cumpliera hasta el final.
»––Al menos ––dijo––, no me hagas detener ahora mismo. Te conviene tanto como a
mí dejarme salir de casa cinco minutos.
»––Sí, para que puedas escaparte, o tal vez para poder esconder lo que has robado ––
respondí yo.
»Y a continuación, dándome cuenta de la terrible s