hecho con las tres piedras que faltaban.
»––Más vale que afrontes la situación ––le dije––. Te han cogido con las manos en la
masa, y confesar no agravará tu culpa. Si procuras repararla en la medida de lo posible,
diciéndonos dónde están los berilos, todo quedará perdonado y olvidado.
»––Guárdate tu perdón para el que te lo pida ––respondió, apartándose de mí con un
gesto de desprecio.
»Me di cuenta de que estaba demasiado maleado como para que mis palabras le
influyeran. Sólo podía hacer una cosa. Llamé al inspector y lo puse en sus manos. Se
llevó a cabo un registro inmediato, no sólo de su persona, sino también de su habitación y
de todo rincón de la casa donde pudiera haber escondido las gemas. Pero no se encontró
ni rastro de ellas, y el miserable de mi hijo se negó a abrir la boca, a pesar de todas
nuestras súplicas y amenazas. Esta mañana lo han encerrado en una celda, y yo, tras pasar
por todas las formalidades de la policía, he venido corriendo a verle a usted, para rogarle
que aplique su talento a la resolución del misterio. La policía ha confesado sin reparos
que por ahora no sabe qué hacer. Puede usted incurrir en los gastos que le parezcan
necesarios. Ya he recibido una recompensa de mil libras. ¡Dios mío! ¿Qué voy a hacer?
He perdido mi honor, mis joyas y mi hijo en una sola noche. ¡Oh, qué puedo hacer!
Se llevó las manos ala cabeza y empezó a oscilar de delante a atrás, parloteando
consigo mismo, como un niño que no encuentra palabras para expresar su dolor.
Sherlock Holmes permaneció callado unos minutos, con el ceño fruncido y los ojos
clavados en el fuego de la chimenea.
––¿Recibe usted muchas visitas? ––preguntó por fin.
––Ninguna, exceptuando a mi socio con su familia y, de vez en cuando, algún amigo de
Arthur. Sir George Burnwell ha estado varias veces en casa últimamente. Y me parece
que nadie más.
––¿Sale usted mucho?
––Arthur sale. Mary y yo nos quedamos en casa. A ninguno de los dos nos gustan las
reuniones sociales.
––Eso es poco corriente en una joven.
––Es una chica muy tranquila. Además, ya no es tan joven. Tiene ya veinticuatro años.
––Por lo que usted ha dicho, este suceso la ha afectado mucho.
––¡De un modo terrible! ¡Está más afectada aun que yo!
––¿Ninguno de ustedes dos duda de la culpabilidad de su hijo?
––¿Cómo podríamos dudar, si yo mismo le vi con mis propios ojos con la corona en la
mano?
––Eso no puede considerarse una prueba concluyente. ¿Estaba estropeado también el
resto de la corona?
––Sí, estaba toda retorcida.
––¿Y no cree usted que es posible que estuviera intentando enderezarla?
––¡Dios le bendiga! Está usted haciendo todo lo que puede por él y por mí. Pero es una
tarea desmesurada. Al fin y al cabo, ¿qué estaba haciendo allí? Y si sus intenciones eran
honradas, ¿por qué no lo dijo?
––Exactamente. Y si era culpable, ¿por qué no inventó una mentira? Su silencio me
parece un arma de dos filos. El caso presenta varios detalles muy curiosos. ¿Qué opinó la
policía del ruido que le despertó a usted?
––Opinan que pudo haberlo provocado Arthur al cerrar la puerta de su alcoba.
––¡Bonita explicación! Como si un hombre que se propone cometer un robo fuera
dando portazos para despertar a toda la casa. ¿Y qué han dicho de la desaparición de las
piedras?
––Todavía están sondeando las tablas del suelo y agujereando muebles con la esperanza
de encontrarlas.
––¿No se les ha ocurrido buscar fuera de la casa?
––Oh, sí, se han mostrado extraordinariamente diligentes. Han examinado el jardín
pulgada a pulgada.