11. La corona de berilos
–– Holmes ––dije una mañana, mientras contemplaba la calle desde nuestro mirador––,
por ahí viene un loco. ¡Qué vergüenza que su familia le deje salir solo!
Mi amigo se levantó perezosamente de su sillón y miró sobre mi hombro, con las
manos metidas en los bolsillos de su bata. Era una mañana fresca y luminosa de febrero,
y la nieve del día anterior aún permanecía acumulada sobre el suelo, en una espesa capa
que brillaba bajo el sol invernal. En el centro de la calzada de Baker Street, el tráfico la
había surcado formando una franja terrosa y parda, pero a ambos lados de la calzada y en
los bordes de las aceras aún seguía tan blanca como cuando cayó. El pavimento gris
estaba limpio y barrido, pero aún resultaba peligrosamente resbaladizo, por lo que se
veían menos peatones que de costumbre. En realidad, por la parte que llevaba a la
estación del Metro no venía nadie, a excepción del solitario caballero cuya excéntrica
conducta me había llamado la atención.
Se trataba de un hombre de unos cincuenta años, alto, corpulento y de aspecto
imponente, con un rostro enorme, de rasgos muy marcados, y una figura impresionante.
Iba vestido con estilo serio, pero lujoso: levita negra, sombrero reluciente, polainas
impecables de color pardo y pantalones gris perla de muy buen corte. Sin embargo, su
manera de actuar ofrecía un absurdo contraste con la dignidad de su atuendo y su porte,
porque venía a todo correr, dando saltitos de vez en cuando, como los que da un hombre
cansado y poco acostumbrado a someter a un esfuerzo a sus piernas. Y mientras corría,
alzaba ybajaba las manos, movía de un lado a otro la cabeza y deformaba su cara con las
más extraordinarias contorsiones.
––¿Qué demonios puede pasarle? ––pregunté––. Está mirando los números de las casas.
––Me parece que viene aquí ––dijo Holmes, frotándose las manos.
––¿Aquí?
––Sí, y yo diría que viene a consultarme profesionalmente. Creo reconocer los
síntomas. ¡Ajá! ¿No se lo dije? ––mientras Holmes hablaba, el hombre, jadeando y
resoplando, llegó corriendo a nuestra puerta y tiró de la campanilla hasta que las llamadas
resonaron en toda la casa.
Unos instantes después estaba ya en nuestra habitación, todavía resoplando y
gesticulando, pero con una expresión tan intensa de dolor y desesperación en los ojos que
nuestras sonrisas se trasformaron al instante en espanto y compasión. Durante un rato fue
incapaz de articular una palabra, y siguió oscilando de un lado a otro y tirándose de los
cabellos como una persona arrastrada más allá de los límites de la razón. De pronto, se
puso en pie de un salto y se golpeó la cabeza contra la pared con tal fuerza que tuvimos
que correr en su ayuda y arrastrarlo al centro de la habitación. Sherlock Holmes le
empujó hacia una butaca y se sentó a su lado, dándole palmaditas en la mano y
procurando tranquilizarlo con la charla suave y acariciadora que tan bien sabía emplear y
que tan excelentes resultados le había dado en otras ocasiones.
––Ha venido usted a contarme su historia, ¿no es así? ––decía––. Ha venido con ta