obligación era para con él, y estaba dispuesta a hacer cualquier cosa que él me indicara.
»Cuando llegamos a casa, se lo conté a mi doncella, que le había conocido en
California y siempre le tuvo simpatía. Le ordené que no dijera nada y que preparase mi
abrigo y unas cuantas cosas para llevarme. Sé que tendría que habérselo dicho a lord St.
Simon, pero resultaba muy dificil hacerlo delante de su madre y de todos aquellos
grandes personajes. Decidí largarme primero y dar explicaciones después. No llevaba ni
diez minutos sentada a la mesa cuando vi a Frank por la ventana, al otro lado de la calle.
Me hizo una seña y echó a andar hacia el parque. Yo me levanté, me puse el abrigo y salí
tras él. En la calle se me acercó una mujer que me dijo no sé qué acerca de lord St. John...
Por lo poco que entendí, me pareció que también ella tenía su pequeño secreto anterior a
la boda... Pero conseguí librarme de ella y pronto alcancé a Frank. Nos metimos en un
coche y fuimos a un apartamento que tenía alquilado en Gordon Square, y allí se celebró
mi verdadera boda, después de tantos años de espera. Frank había caído prisionero de los
apaches, había escapado, llegó a San Francisco, averiguó que yo le había dado por
muerto y me había venido a Inglaterra, me siguió hasta aquí, y me encontró la mañana
misma de mi segunda boda.
––Lo leí en un periódico ––explicó el norteamericano––. Venía el nombre y la iglesia,
pero no la dirección de la novia.
––Entonces discutimos lo que debíamos hacer, y Frank era partidario de revelarlo todo,
pero a mí me daba tanta vergüenza que prefería desaparecer y no volver a ver a nadie;
todo lo más, escribirle unas líneas a papá para hacerle saber que estaba viva. Me resultaba
espantoso pensar en todos aquellos personajes de la nobleza, sentados a la mesa y esperando
mi regreso. Frank cogió mis ropas y demás cosas de novia, hizo un bulto con todas
ellas y las tiró en algún sitio donde nadie las encontrara, para que no me siguieran la pista
por ellas. Lo más seguro es que nos hubiéramos marchado a París mañana, pero este
caballero, el señor Holmes, vino a vernos esta tarde y nos hizo ver con toda claridad que
yo estaba equivocada y Frank tenía razón, y tanto secreto no hacía sino empeorar nuestra
situación. Entonces nos ofreció la oportunidad de hablar a solas con lord St. Simon, y por
eso hemos venido sin perder tiempo a su casa. Ahora, Robert, ya sabes todo lo que ha
sucedido; lamento mucho haberte hecho daño y espero que no pienses muy mal de mí.
Lord St. Simon no había suavizado en lo más mínimo su rígida actitud, y había
escuchado el largo relato con el ceño fruncido y los labios apretados.
––Perdonen ––dijo––, pero no tengo por costumbre discutir de mis asuntos personales
más íntimos de una manera tan pública.
––Entonces, ¿no me perdonas? ¿No me darás la mano antes de que me vaya?
––Oh, desde luego, si eso le causa algún placer ––extendió la mano y estrechó
fríamente la que le tendían.
––Tenía la esperanza ––surgió Holmes–– de que me acompañaran en una cena
amistosa.
––Creo que eso ya es pedir demasiado ––respondió su señoría––. Quizás no me quede
más remedio que aceptar el curso de los acontecimientos, pero no esperarán que me
ponga a celebrarlo. Con su permiso, creo que voy a despedirme. Muy buenas noches a
todos ––hizo una amplia reverencia que nos abarcó a todos y salió a grandes zancadas de
la habitación.
––Entonces, espero que al menos ustedes me honren con su compañía ––dijo Sherlock
Holmes––. Siempre es un placer conocer a un norteamericano, señor Moulton; soy de los
que opinan que la estupidez de un monarca y las torpezas de un ministro en tiempos
lejanos no impedirán que nuestros hijos sean algún día ciudadanos de una única nación
que abarcará todo el mundo, bajo una bandera que combinará los colores de la Union
Jack con las Barras y Estrellas.
––Ha sido un caso interesante ––comentó Holmes cuando nuestros visitantes se
hubieron marchado––, porque demuestra con toda claridad lo sencilla que puede ser la
explicación de un asunto que a primera vista parece casi inexplicable. No podríamos
encontrar otro más inexplicable. Y no encontraríamos una explicación más natural que la