––Veamos: ¿qué impresión tiene usted sobre el carácter de la señorita... es decir, de su
esposa?
El noble aceleró el balanceo de sus gafas y se quedó mirando al fuego.
––Verá usted, señor Holmes ––dijo––. Mi esposa tenía ya veinte años cuando su padre
se hizo rico. Se había pasado la vida correteando por un campamento minero y vagando
por bosques y montañas, de manera que su educación debe más a la naturaleza que a los
maestros de escuela. Es lo que en Inglaterra llamaríamos una buena pieza, con un carácter
fuerte, impetuoso y libre, no sujeto a tradiciones de ningún tipo. Es impetuosa... hasta
diría que volcánica. Toma decisiones con rapidez y no vacila en llevarlas a la práctica.
Por otra parte, yo no le habría dado el apellido que tengo el honor de llevar ––soltó una
tosecilla solemne–– si no pensara que tiene un fondo de nobleza. Creo que es capaz de
sacrificios heroicos y que cualquier acto deshonroso la repugnaría.
––¿Tiene una fotografía suya?
––He traído esto.
Abrió un medallón y nos mostró el retrato de una mujer muy hermosa. No se trataba de
una fotografía, sino de una miniatura sobre marfil, y el artista había sacado el máximo
partido al lustroso cabello negro, los ojos grandes y oscuros y la exquisita boca. Holmes
lo miró con gran atención durante un buen rato. Luego cerró el medallón y se lo devolvió
a lord St. Simon.
––Así pues, la joven vino a Londres y aquí reanudaron sus relaciones.
––Sí, su padre la trajo a pasar la última temporada en Londres. Nos vimos varias veces,
nos prometimos y por fin nos casamos.
––Tengo entendido que la novia aportó una dote considerable.
––Una buena dote. Pero no mayor de lo habitual en mi familia.
––Y, por supuesto, la dote es ahora suya, puesto que el matrimonio es un hecho
consumado.
––La verdad, no he hecho averiguaciones al respecto.
––Es muy natural. ¿Vio usted a la señorita Doran el día antes de la boda?
––Sí.
––¿Estaba ella de buen humor?
––Mejor que nunca. No paraba de hablar de la vida que llevaríamos en el futuro.
––Vaya, vaya. Eso es muy interesante. ¿Y la mañana de la boda?
––Estaba animadísima... Por lo menos, hasta después de la ceremonia.
––¿Y después observó usted algún cambio en ella? ––Bueno, a decir verdad, fue
entonces cuando advertí las primeras señales de que su temperamento es un poquitín
violento. Pero el incidente fue demasiado trivial como para mencionarlo, y no puede
tener ninguna relación con el caso.
––A pesar de todo, le ruego que nos lo cuente.
––Oh, es una niñería. Cuando íbamos hacia la sacristía se le cayó el ramo. Pasaba en
aquel momento por la primera fila de reclinatorios, y se le cayó en uno de ellos. Hubo un
instante de demora, pero el caballero del reclinatorio se lo devolvió y no parecía que se
hubiera estropeado con la caída. Aun así, cuando le mencioné el asunto, me contestó
bruscamente; y luego, en el coche, camino de casa, parecía absurdamente agitada por
aquella insignificancia.
––Vaya, vaya. Dice usted que había un caballero en el reclinatorio. Según eso, había
algo de público en la boda, ¿no?
––Oh, sí. Es imposible evitarlo cuando la iglesia está abierta.
––El caballero en cuestión, ¿no sería amigo de su esposa?
––No, no; le he llamado caballero por cortesía, pero era una persona bastante vulgar.
Apenas me fijé en su aspecto. Pero creo que nos estamos desviando del tema.
––Así pues, la señora St. Simon regresó dula boda en un estado de ánimo menos
jubiloso que el que tenía al ir. ¿Qué hizo al entrar de nuevo en casa de su padre?
––La vi mantener una conversación con su doncella.
––¿Y quién es esta doncella?