las cuatro, no me cabe duda de que aquí llega nuestro aristocrático cliente. No se le
ocurra marcharse, Watson, porque me interesa mucho tener un testigo, aunque sólo sea
para confirmar mi propia memoria.
––El señor Robert St. Simon ––anunció nuestro botones, abriendo la puerta de par en
par, para dejar entrar a un caballero de rostro agradable y expresión inteligente, altivo y
pálido, quizás con algo de petulancia en el gesto de la boca, y con la mirada firme y
abierta de quien ha tenido la suerte de nacer para mandar y ser obedecido. Aunque sus
movimientos eran vivos, su aspecto general daba una errónea impresión de edad, porque
iba ligeramente encorvado y se le doblaban un poco las rodillas al andar. Además, al
quitarse el sombrero de ala ondulada, vimos que sus cabellos tenían las puntas grises y
empezaban a clarear en la coronilla. En cuanto a su atuendo, era perfecto hasta rayar con
la afectación: cuello alto, levita negra, chaleco blanco, guantes amarillos, zapatos de
charol y polainas de color claro. Entró despacio en la habitación, girando la cabeza de
izquierda a derecha y balanceando en la mano derecha el cordón del que colgaban sus
gafas con montura de oro.
––Buenos días, lord St. Simon ––dijo Holmes, levantándose y haciendo una
reverencia––. Por favor, siéntese en la butaca de mimbre. Éste es mi amigo y
colaborador, el doctor Watson. Acérquese un poco al fuego y hablaremos del asunto.
––Un asunto sumamente doloroso para mí, como podrá usted imaginar, señor Holmes.
Me ha herido en lo más hondo. Tengo entendido, señor, que usted ya ha intervenido en
varios casos delicados, parecidos a éste, aunque supongo que no afectarían a personas de
la misma clase social.
––En efecto, voy descendiendo.
––¿Cómo dice?
––Mi último cliente de este tipo fue un rey.
––¡Caramba! No tenían¡ idea. ¿Y qué rey?
––El rey de Escandinavia.
––¿Cómo? ¿También desapareció su esposa?
––Como usted comprenderá ––dijo Holmes suavemente––, aplico a los asuntos de mis
otros clientes la misma reserva que le prometo aplicar a los suyos.
––¡Naturalmente! ¡Tiene razón, mucha razón! Le pido mil perdones. En cuanto a mi
caso, estoy dispuesto a proporcionarle cualquier información que pueda ayudarle a
formarse una opinión.
––Gracias. Sé todo lo que ha aparecido en la prensa, pero nada más. Supongo que
puedo considerarlo correcto... Por ejemplo, este artículo sobre la desaparición de la novia.
El señor St. Simon le echó un vistazo.
––Sí, es más o menos correcto en lo que dice.
––Pero hace falta mucha información complementaria para que alguien pueda adelantar
una opinión. Creo que el modo más directo de conocer los hechos sería preguntarle a
usted.
––Adelante.
––¿Cuándo conoció usted a la señorita Hatty Doran?
––Hace un año, en San Francisco.
––¿Estaba usted de viaje por los Estados Unidos?
––Sí.
–