pueblecitos muy tranquilos.
––Y yo voto por el norte ––dije yo––, porque por ahí no hay colinas, y nuestro amigo
ha dicho que no observó que el coche pasara por ninguna.
––Bueno ––dijo el inspector echándose a reír––. No puede haber más diversidad de
opiniones. Hemos recorrido toda la brújula. ¿A quién apoya usted con el voto decisivo?
––Todos se equivocan.
––Pero no es posible que nos equivoquemos todos.
––Oh, sí que lo es. Yo voto por este punto ––colocó el dedo en el centro del círculo––.
Aquí es donde los encontraremos.
––¿Y el recorrido de doce millas? ––alegó Hatherley.
––Seis de ida y seis de vuelta. No puede ser más sencillo. Usted mismo dijo que el
caballo se encontraba fresco y reluciente cuando usted subió al coche. ¿Cómo podía ser
eso si había recorrido doce millas por caminos accidentados?
––Desde luego, es un truco bastante verosímil ––comentó Bradstreet, pensativo––. Y,
por supuesto, no hay dudas sobre a qué se dedica esa banda.
––Absolutamente ninguna ––corroboró Holmes––. Son falsificadores de moneda a gran
escala, y utilizan la máquina para hacer la amalgama con la que sustituyen a la plata.
––Hace bastante tiempo que sabemos de la existencia de una banda muy hábil ––dijo el
inspector––. Están poniendo en circulación monedas de media corona a millares. Les
hemos seguido la pista hasta Reading, pero no pudimos pasar de ahí; han borrado sus
huellas de una manera que indica que se trata de verdaderos expertos. Pero ahora, gracias
a este golpe de suerte, creo que les echaremos el guante.
Pero el inspector se equivocaba, porque aquellos criminales no estaban destinados a
caer en manos de la justicia.
Cuando entrábamos en la estación de Eyford vimos una gigantesca columna de humo
que ascendía desde detrás de una pequeña arboleda cercana, cerniéndose sobre el paisaje
como una inmensa pluma de avestruz.
––¿Un incendio en una casa? ––preguntó Bradstreet, mientras el tren arrancaba de
nuevo para seguir su camino.
––Sí, señor ––dijo el jefe de estación.
––¿A qué hora se inició?
––He oído que durante la noche, señor, pero ha ido empeorando y ahora toda la casa
está en llamas.
––¿De quién es la casa?
––Del doctor Becher.
––Dígame ––interrumpió el ingeniero––, ¿este doctor Becher es alemán, muy flaco y
con la nariz larga y afilada?
El jefe de estación se echó a reír de buena gana.
––No, señor; el doctor Becher es inglés, y no hay en toda la parroquia un hombre con el
chaleco mejor forrado. Pero en su casa vive un caballero, creo que un paciente, que sí que
es extranjero y al que, por su aspecto, no le vendría mal un buen filete de Berkshire.
Aún no había terminado de hablar el jefe de estación, y ya todos corríamos en dirección
al incendio. La carretera remontaba una pequeña colina, y desde lo alto pudimos ver
frente a nosotros un gran edificio encalado que vomitaba llamas por todas sus ventanas y
aberturas, mientras en el jardín tres bombas de incendios se esforzaban en vano por
dominar el fuego.
––¡Ésa es! ––gritó Hatherley, tremendamente excitado––. ¡Ahí está el sendero de grava,
y ésos son los rosales donde me caí. Aquella ventana del segundo piso es desde donde
salté.
––Bueno, por lo menos ha conseguido usted vengarse ––dijo Holmes––. No cabe duda
de que fue su lámpara de aceite, al ser aplastada por la prensa, la que prendió fuego a las
paredes de madera; pero ellos estaban tan ocupados persiguiéndole que no se dieron
cuenta a tiempo. Ahora abra bien los ojos, por si puede reconocer entre toda esa gente a
sus amigos de anoche, aunque mucho me temo que a estas horas se encuentran por lo