»Por fin, el coronel Lysander Stark se detuvo ante una puerta baja y abrió el cierre.
Daba a un cuartito cuadrado en el que apenas había sitio para los tres. Ferguson se quedó
fuera y el coronel me hizo entrar.
»––Ahora ––dijo–– estamos dentro de la prensa hidráulica, y sería bastante
desagradable que alguien la pusiera en funcionamiento. El techo de este cuartito es, en
realidad, el extremo del émbolo, que desciende sobre este suelo metálico con una fuerza
de muchas toneladas. Ahí fuera hay pequeñas columnas hidráulicas laterales, que reciben
la fuerza y la transmiten y multiplican de la manera que usted sabe. La verdad es que la
máquina funciona, pero con cierta rigidez, y ha perdido un poco de fuerza. ¿Tendrá usted
la amabilidad de echarle un vistazo y explicarnos cómo podemos arreglarla?
»Cogí la lámpara de su mano y examiné a conciencia la máquina. Era verdaderamente
gigantesca y capaz de ejercer una presión enorme. Sin embargo, cuando salí y accioné las
palancas de control, supe al instante, por el siseo que producía, que existía una pequeña
fuga de agua por uno de los cilindros laterales. Un nuevo examen reveló que una de las
bandas de caucho que rodeaban la cabeza de un eje se había encogido y no llenaba del
todo el tubo por el que se deslizaba. Aquélla, evidentemente, era la causa de la pérdida de
potencia y así se lo hice ver a mis acompañantes, que escucharon con gran atención mis
palabras e hicieron varias preguntas de tipo práctico sobre el modo de corregir la avería.
Después de explicárselo con toda claridad, volví a entrar en la cámara de la máquina y le
eché un buen vistazo para satisfacer mi propia curiosidad. Se notaba a primera vista que
la historia de la tierra de batán era pura fábula, porque sería absurdo utilizar una máquina
tan potente para unos fines tan inadecuados. Las paredes eran de madera, pero el suelo
era una gran plancha de hierro, y cuando me agaché a examinarlo pude advertir una capa
de sedimento metálico por toda su superficie. Estaba en cuclillas, rascándolo para ver qué
era exactamente, cuando oí mascullar una exclamación en alemán y vi el rostro
cadavérico del coronel que me miraba desde arriba.
»––¿Qué está usted haciendo? ––preguntó.
»Yo estaba irritado por haber sido engañado con una historia tan descabellada como la
que me había contado, y contesté:
»––Estaba admirando su tierra de batán. Creo que podría aconsejarle mejor acerca de su
máquina si conociera el propósito exacto para el que la utiliza.
»En el mismo instante de pronunciar aquellas palabras, lamenté haber hablado con
tanto atrevimiento. Su expresión se endureció y en sus ojos se encendió una luz siniestra.
»––Muy bien ––dijo––. Va usted a saberlo todo acerca de la máquina.
»Dio un paso atrás, cerró de golpe la puertecilla e hizo girar la llave en la cerradura. Yo
me lancé sobre la puerta y tiré del picaporte, pero estaba bien trabado y la puerta resistió
todas mis patadas y empujones.
»––¡Oiga! ––grité––. ¡Eh, coronel! ¡Déjeme salir!
»Y entonces, en el silencio de la noche, oí de pronto un sonido que me puso el corazón
en la boca. Era el chasquido de las palancas y el siseo del cilindro defectuoso. Habían
puesto en funcionamiento la máquina. La lámpara seguía en el suelo, donde yo la había
dejado para examinar el piso. A su luz pude ver que el techo negro descendía sobre mí,
despacio y con sacudidas, pero, como yo sabía mejor que nadie, con una fuerza que en
menos de un minuto me reduciría a una pulpa informe. Me arrojé contra la puerta
gritando y ataqué la cerradura con las uñas. Imploré al coronel que me dejara salir, pero
el implacable chasquido de las palancas ahogó mis gritos. El techo ya sólo estaba a uno o
dos palmos por encima de mi cabeza, y levantando la mano podía palpar su dura y rugosa
superficie. Entonces se me ocurrió de pronto que mi muerte sería más o menos dolorosa
según la posición en que me encontrara. Si me tumbaba boca abajo, el peso caería sobre
mi columna vertebral, y me estremecí al pensar en el terrible crujido. Tal vez fuera mejor
ponerse al revés, pero ¿tendría la suficiente sangre fría para quedarme tumbado, viendo
descender sobre mí aquella mortífera sombra negra? Ya me resultaba imposible
permanecer de pie, cuando mis ojos captaron algo que inyectó en mi corazón un chorro
de esperanza.