Sin embargo, el absoluto silencio no dejaba lugar a dudas de que nos encontrábamos en el
campo. Me paseé de un lado a otro de la habitación, tarareando una canción entre dientes
para elevar los ánimos, y sintiendo que me estaba ganando a fondo mis honorarios de
cincuenta guineas.
»De pronto, sin ningún sonido preliminar en medio del silencio absoluto, la puerta de
mi habitación se abrió lentamente. La mujer apareció en el hueco, con la oscuridad del
vestíbulo a sus espaldas y la luz amarilla de mi farol cayendo sobre su hermoso y
angustiado rostro. Se notaba a primera vista que estaba enferma de miedo, y el advertirlo
me provocó escalofríos. Levantó un dedo tembloroso para advertirme que guardara
silencio y me susurró algunas palabras en inglés defectuoso, mientras sus ojos miraban
como los de un caballo asustado a la oscuridad que tenía detrás.
»––Yo que usted me iría ––dijo, me pareció que haciendo un gran esfuerzo por hablar
con calma––. Yo me iría. No me quedaría aquí. No es bueno para usted.
»––Pero, señora ––dije––, aún no he hecho lo que vine a hacer. No puedo marcharme
en modo alguno hasta haber visto la máquina.
»––No vale la pena que espere ––continuó––. Puede salir por la puerta; nadie se lo
impedirá ––y entonces, viendo que yo sonreía y negaba con la cabeza, abandonó de
pronto toda reserva y avanzó un paso con las manos entrelazadas––. ¡Por amor de Dios! –
–susurró––. ¡Salga de aquí antes de que sea demasiado tarde!
»Pero yo soy algo testarudo por naturaleza, y basta que un asunto presente algún
obstáculo para que sienta más ganas de meterme en él. Pensé en mis cincuenta guineas,
en el fatigoso viaje y en la desagradable noche que parecía esperarme. ¿Y todo aquello
por nada? ¿Por qué habría de escaparme sin haber realizado mi trabajo y sin la paga que
me correspondía? Aquella mujer, por lo que yo sabía, bien podía estar loca. Así que, con
una expresión firme, aunque su comportamiento me había afectado más de lo que estaba
dispuesto a confesar, volví a negar con la cabeza y declaré mi intención de quedarme
donde estaba. Ella estaba a punto de insistir en sus súplicas cuando sonó un portazo en el
piso de arriba y se oyó ruido de pasos en las escaleras. La mujer escuchó un instante,
levantó las manos en un gesto de desesperación y se esfumó tan súbita y silenciosamente
como había venido.
»Los que venían eran el coronel Lysander Stark y un hombre bajo y rechoncho, con una
barba que parecía una piel de chinchilla creciendo entre los pliegues de su papada, que
me fue presentado como el señor Ferguson.
»––Éste es mi secretario y administrador ––dijo el coronel––. Por cierto, tenía la
impresión de haber dejado esta puerta cerrada. Le habrá entrado frío.
»––Al contrario ––dije yo––. La abrí yo, porque me sentía un poco agobiado.
»Me dirigió una de sus miradas recelosas.
»––En tal caso ––dijo––, quizás lo mejor sea poner manos a la obra. El señor Ferguson
y yo le acompañaremos a ver la máquina.
»––Tendré que ponerme el sombrero.
»––Oh, no hace falta, está en la casa.
»––¿Cómo? ¿Extraen ustedes la tierra en la casa?
»––No, no, aquí sólo la comprimimos. Pero no se preocupe de eso. Lo único que
queremos es que examine la máquina y nos diga lo que anda mal.
»Subimos juntos al piso de arriba, primero el coronel con la lámpara, después el obeso
administrador, y yo cerrando la marcha. La casa era un verdadero laberinto, con pasillos,
corredores, estrechas escaleras de caracol y puertecillas bajas, con los umbrale 0