que aguardaba con la puerta abierta. Levantó la ventanilla del otro lado, dio unos
golpecitos en la madera y salimos a toda la velocidad de que era capaz el caballo.
––¿Un solo caballo? ––interrumpió Holmes.
––Sí, sólo uno.
––¿Se fijó usted en el color?
––Lo vi a la luz de los faroles cuando subía al coche. Era castaño.
––¿Parecía cansado o estaba fresco?
––Oh, fresco y reluciente.
––Gracias. Lamento haberle interrumpido. Por favor, continúe su interesantísima
exposición.
––Como le decía, salimos disparados y rodamos durante una hora por lo menos. El
coronel Lysander Stark había dicho que estaba a sólo siete millas, pero a juzgar por la
velocidad que parecíamos llevar y por el tiempo que duró el trayecto, yo diría que más
bien eran doce. Permaneció durante todo el tiempo sentado a mi lado sin decir palabra; y
más de una vez, al mirar en su dirección, me di cuenta de que él me miraba con gran
intensidad. Las carreteras rurales no parecían encontrarse en muy buen estado en esa
parte del mundo, porque dábamos terribles botes y bandazos. Intenté mirar por las
ventanillas para ver por dónde íbamos, pero eran de cristal esmerilado y no se veía nada,
excepto alguna luz borrosa y fugaz de vez en cuando. En un par de ocasiones, aventuré
algún comentario para romper la monotonía del viaje, pero el coronel me respondió sólo
con monosfiabos, y pronto decaía la conversación. Por fin, el traqueteo del camino fue
sustituido por la lisa uniformidad de un sendero de grava, y el carruaje se detuvo. El
coronel Lysander Stark saltó del coche y cuando yo me apeé tras él, me arrastró rápidamente
hacia un porche que se abría ante nosotros. Podría decirse que pasamos
directamente del coche al vestíbulo, de modo que no pude echar ni un vistazo a la
fachada de la casa. En cuanto crucé el umbral, la puerta se cerró de golpe a nuestras
espaldas, y oí el lejano traqueteo de las ruedas del coche que se alejaba.
»El interi