toda el alma, en tono estridente, echándose hacia atrás en su asiento y agitando los costados.
Todos mis instintos médicos se alzaron contra aquella risa.
––¡Pare! ––grité––. ¡Contrólese! ––y le escancié un poco de agua de una garrafa.
No sirvió de nada. Era víctima de uno de esos ataques histéricos que sufren las personas
de carácter fuerte después de haber pasado una grave crisis. Por fin consiguió serenarse,
quedando exhausto y sonrojadísimo.
––Estoy haciendo el ridículo ––jadeó.
––Nada de eso. Beba esto ––añadí al agua un poco de brandyy el color empezó a
regresar a sus mejillas.
––Ya me siento mejor ––dijo––. Y ahora, doctor, quizás pueda usted mirar mi dedo
pulgar, o más bien el sitio donde antes estaba mi pulgar.
Desenrolló el pañuelo y extendió la mano. Incluso mis nervios endurecidos se
estremecieron al mirarla. Tenía cuatro dedos extendidos y una horrible superficie roja y
esponjosa donde debería haber estado el pulgar. Se lo habían cortado o arrancado de
cuajo.
––¡Cielo santo! ––exclamé––. Es una herida espantosa. Tiene que haber sangrado
mucho.
––Ya lo creo. En el primer momento me desmayé, y creo que debí permanecer mucho
tiempo sin sentido. Cuando recuperé el conocimiento, todavía estaba sangrando, así que
me até un extremo del pañuelo a la muñeca y lo apreté por medio de un palito.
––¡Excelente! Usted debería haber sido médico.
––Verá usted, es una cuestión de hidráulica, así que entraba dentro de mi especialidad.
––Esto se ha hecho con un instrumento muy pesado y cortante ––dije, examinando la
herida.
––Algo así como una cuchilla de carnicero ––dijo él. ––Supongo que fue un accidente.
––Nada de eso.
––¡Cómo! ¿Un ataque criminal?
––Ya lo creo que fue criminal.
––Me horroriza usted.
Pasé una esponja por la herida, la limpié, la curé y, por último, la envolví en algodón y
vendajes carbolizados. Él se dejó hacer sin pestañear, aunque se mordía el labio de vez en
cuando.
––¿Qué tal? ––pregunté cuando hube terminado.
––¡Fenomenal! ¡Entre el brandy y el vendaje, me siento un hombre nuevo! Estaba muy
débil, pero es que lo he pasado muy mal.
––Quizás sea mejor que no hable del asunto. Es evidente que le altera los nervios.
––Oh, no; ahora ya no. Tendré que contárselo todo a la policía; pero, entre nosotros, si
no fuera por la convincente evidencia de esta herida mía, me sorprendería que creyeran
mi declaración, pues se trata de una historia extraordinaria y no dispongo de gran cosa
que sirva de prueba para respaldarla. E, incluso si me creyeran, las pistas que puedo
darles son tan imprecisas que difícilmente podrá hacerse justicia.
––¡Vaya! ––exclamé––. Si tiene usted algo parecido a un problema que desea ver
resuelto, le recomiendo encarecidamente que acuda a mi amigo, el señor Sherlock
Holmes, antes de recurrir a la policía.
––Ya he oído hablar de ese tipo ––respondió mi visitante––, y me gustaría mucho que
se ocupase del asunto, aunque desde luego tendré que ir también a la policía. ¿Podría
usted darme una nota de presentación?
––Haré algo mejor. Le acompañaré yo mismo a verle.
––Le estaré inmensamente agradecido.
––Llamaré a un coche e iremos juntos. Llegaremos a tiempo de tomar un pequeño
desayuno con él. ¿Se siente usted en condiciones?
––Sí. No estaré tranquilo hasta que haya contado mi historia.
––Entonces, mi doncella irá a buscar un coche y yo estaré con usted en un momento ––
corrí escaleras arriba, le expliqué el asunto en pocas palabras a mi esposa, y en menos de