9. El dedo pulgar del ingeniero
Entre todos los problemas que se sometieron al criterio de mi amigo Sherlock Holmes
durante los años que duró nuestra asociación, sólo hubo dos que llegaran a su
conocimiento por mediación mía, el del pulgar del señor Hatherley y el de la locura del
coronel Warburton. Es posible que este último ofreciera más campo para un observador
agudo y original, pero el otro tuvo un principio tan extraño y unos detalles tan dramáticos
que quizás merezca más ser publicado, aunque ofreciera a mi amigo menos
oportunidades para aplicar los métodos de razonamiento deductivo con los que obtenía
tan espectaculares resultados. La historia, según tengo entendido, se ha contado más de
una vez en los periódicos, pero, como sucede siempre con estas narraciones, su efecto es
mucho menos intenso cuando se exponen en bloque, en media columna de letra impresa,
que cuando los hechos evolucionan poco a poco ante tus propios ojos y el misterio se va
aclarando progresivamente, a medida que cada nuevo descubrimiento permite avanzar un
paso hacia la verdad completa. En su momento, las circunstancias del caso me
impresionaron profundamente, y el efecto apenas ha disminuido a pesar de los dos años
transcurridos.
Los hechos que me dispongo a resumir ocurrieron en el verano del 89, poco después de
mi matrimonio. Yo había vuelto a ejercer la medicina y había abandonado por fin a
Sherlock Holmes en sus habitaciones de Baker Street, aunque le visitaba con frecuencia y
a veces hasta lograba convencerle de que renunciase a sus costumbres bohemias hasta el
punto de venir a visitarnos. Mi clientela aumentaba constantemente y, dado que no vivía
muy lejos de la estación de Paddington, tenía algunos pacientes entre los ferroviarios.
Uno de éstos, al que había curado de una larga y dolorosa enfermedad, no se cansaba de
alabar mis virtudes, y tenía como norma enviarme a todo sufriente sobre el que tuviera la
más mínima influencia.
Una mañana, poco antes de las siete, me despertó la doncella, que llamó a mi puerta
para anunciar que dos hombres habían venido a Paddington y aguardaban en la sala de
consulta. Me vestí a toda prisa, porque sabía por experiencia que los accidentes de
ferrocarril casi nunca son leves, y bajé corriendo las escaleras.
Al llegar abajo, mi viejo aliado el guarda salió de la consulta y cerró con cuidado la
puerta tras él.
––Lo tengo ahí. Está bien ––susurró, señalando con el pulgar por encima del hombro.
––¿De qué se trata? ––pregunté, pues su comportamiento parecía dar a entender que
había encerrado en mi consulta a alguna extraña criatura.
––Es un nuevo paciente ––siguió susurrando––. Me pareció conveniente traerlo yo
mismo; así no se escaparía. Ahí lo tiene, sano y salvo. Ahora tengo que irme, doctor.
Tengo mis obligaciones, lo mismo que usted ––y el leal intermediario se largó sin darme
ni tiempo para agradecerle sus servicios.
Entré en mi consultorio y encontré un caballero sentado junto a la mesa. Iba
discretamente vestido, con un traje de tweed y una gorra de paño que había dejado
encima de mis libros. Llevaba una mano envuelta en un pañuelo, todo manchado de
sangre. Era joven, yo diría que no pasaría de veinticinco, con un rostro muy varonil, pero
estaba sumamente pálido y me dio la impresión de que sufría una terrible agitación, que
sólo podía controlar aplicando toda su fuerza de voluntad.
––Lamento molestarle tan temprano, doctor ––dijo––, pero he sufrido un grave
accidente durante la noche. He llegado en tren esta mañana y, al preguntar en Paddington
dónde podría encontrar un médico, este tipo tan amable me acompañó hasta aquí. Le di
una tarjeta a la doncella, pero veo que se la ha dejado aquí en esta mesa.
Cogí la tarjeta y leí: «Victor Hatherley, ingeniero hidráulico, 16A Victoria Street (3.er
piso) ». Aquéllos eran el nombre, profesión y domicilio de mi visitante matutino.
––Siento haberle hecho esperar ––dije, sentándome en mi sillón de despacho––.
Supongo que acaba de terminar un servicio nocturno, que ya de por sí es una ocupación
monótona.
––Oh, esta noche no ha tenido nada de monótona ––dijo, rompiendo a reír. Se reía con