––¡La banda! ¡La banda de lunares! ––susurró Holmes.
Di un paso adelante. Al instante, el extraño tocado empezó a moverse y se desenroscó,
apareciendo entre los cabellos la cabeza achatada en forma de rombo y el cuello hinchado
de una horrenda serpiente.
––¡Una víbora de los pantanos! ––exclamó Holmes––. La serpiente más mortífera de la
India. Este hombre ha muerto a los diez segundos de ser mordido. ¡Qué gran verdad es
que la violencia se vuelve contra el violento y que el intrigante acaba por caer en la fosa
que cava para otro! Volvamos a encerrar a este bicho en su cubil y luego podremos llevar
a la señorita Stoner a algún sitio más seguro e informar a la policía del condado de lo que
ha sucedido.
Mientras hablaba cogió rápidamente el látigo del regazo del muerto, pasó el lazo por el
cuello del reptil, lo desprendió de su macabra percha y, llevándolo con el brazo bien extendido,
lo arrojó a la caja fuerte, que cerró a continuación.
Éstos son los hechos verdaderos de la muerte del doctor Grimesby Roylott, de Stoke
Moran. No es necesario que alargue un relato que ya es bastante extenso, explicando
cómo comunicamos la triste noticia a la aterrorizada joven, cómo la llevamos en el tren
de la mañana a casa de su tía de Harrow, o cómo el lento proceso de la investigación
judicial llegó a la conclusión de que el doctor había encontrado la muerte mientras jugaba
imprudentemente con una de sus peligrosas mascotas. Lo poco que aún me quedaba por
saber del caso me lo contó Sherlock Holmes al día siguiente, durante el viaje de regreso.
––Yo había llegado a una conclusión absolutamente equivocada ––dijo––, lo cual
demuestra, querido Watson, que siempre es peligroso sacar deducciones a partir de datos
insuficientes. La presencia de los gitanos y el empleo de la palabra «banda», que la pobre
muchacha utilizó sin duda para describir el aspecto de lo que había entrevisto fugazmente
a la luz de la cerilla, bastaron para lanzarme tras una pista completamente falsa. El único
mérito que puedo atribuirme es el de haber reconsiderado inmediatamente mi postura
cuando, pese a todo, se hizo evidente que el peligro que amenazaba al ocupante de la
habitación, fuera el que fuera, no podía venir por la ventana ni por la puerta. Como ya le
he comentado, en seguida me llamaron la atención el orificio de ventilación y el cordón
que colgaba sobre la cama. Al descubrir que no tenía campanilla, y que la cama estaba
clavada al suelo, empecé a sospechar que el cordón pudiera servir de puente para que
algo entrara por el agujero y llegara a la cama. Al instante se me ocurrió la idea de una
serpiente y, sabiendo que el doctor disponía de un buen surtido de animales de la India,
sentí que probablemente me encontraba sobre una buena pista. La idea de utilizar una
clase de veneno que los análisis químicos no pudieran descubrir parecía digna de un
hombre inteligente y despiadado, con experiencia en Oriente. Muy sagaz tendría que ser
el juez de guardia capaz de descubrir los dos pinchacitos que indicaban el lugar donde
habían actuado los colmillos venenosos.
»A continuación pensé en el silbido. Por supuesto, tenía que hacer volver a la serpiente
antes de que la víctima pudiera verla a la luz del día. Probablemente, la tenía adiestrada,
por medio de la leche que vimos, para que acudiera cuando él la llamaba. La hacía pasar
por el orificio cuando le parecía más conveniente, seguro de que bajaría por la cuerda y
llegaría a