––No se duerma. Su vida puede depender de ello. Tenga preparada la pistola por si
acaso la necesitamos. Yo me sentaré junto a la cama, y usted en esa silla.
Saqué mi revólver y lo puse en una esquina de la mesa.
Holmes había traído un bastón largo y delgado que colocó en la cama a su lado. Junto a
él puso la caja de cerillas y un cabo de vela. Luego apagó la lámpara y quedamos
sumidos en las tinieblas.
¿Cómo podría olvidar aquella angustiosa vigilia? No se oía ni un sonido, ni siquiera el
de una respiración, pero yo sabía que a pocos pasos de mí se encontraba mi compañero,
sentado con los ojos abiertos y en el mismo estado de excitación que yo. Los postigos no
dejaban pasar ni un rayito de luz, y esperábamos en la oscuridad más absoluta. De vez en
cuando nos llegaba del exterior el grito de algún ave nocturna, y en una ocasión oímos, al
lado mismo de nuestra ventana, un prolongado gemido gatuno, que indicaba que, efectivamente,
el guepardo andaba suelto. Cada cuarto de hora oíamos a lo lejos las graves
campanadas del reloj de la iglesia. ¡Qué largos parecían aquellos cuartos de hora! Dieron
las doce, la una, las dos, las tres, y nosotros seguíamos sentados en silencio, aguardando
lo que pudiera suceder.
De pronto se produjo un momentáneo resplandor en lo alto, en la dirección del orificio
de ventilación, que se apagó inmediatamente; le siguió un fuerte olor a aceite quemado y
metal recalentado. Alguien había encendido una linterna sorda en la habitación contigua.
Oí un suave rumor de movimiento, y luego todo volvió a quedar en silencio, aunque el
olor se hizo más fuerte. Permanecí media hora más con los oídos en tensión. De repente
se oyó otro sonido... un sonido muy suave y acariciador, como el de un chorrito de vapor
al salir de una tetera. En el instante mismo en que lo oímos, Holmes saltó de la cama,
encendió una cerilla y golpeó furiosamente con su bast ;6