fijado en ella durante la investigación judicial. Deduje, pues, que se trataba de un orificio
de ventilación.
––Pero, ¿qué tiene eso de malo?
––Bueno, por lo menos existe una curiosa coincidencia de fecha. Se abre un orificio, se
instala un cordón y muere una señorita que dormía en la cama. ¿No le resulta llamativo?
––Hasta ahora no veo ninguna relación.
––¿No observó un detalle muy curioso en la cama?
––No.
––Estaba clavada al suelo. ¿Ha visto usted antes alguna cama sujeta de ese modo?
––No puedo decir que sí.
––La señorita no podía mover su cama. Tenía que estar siempre en la misma posición
con respecto a la abertura y al cordón... podemos llamarlo así, porque, evidentemente, jamás
se pensó en dotarlo de campanilla.
––Holmes, creo que empiezo a entrever adónde quiere usted ir a parar ––exclamé––.
Tenemos el tiempo justo para impedir algún crimen artero y horrible.
––De lo más artero y horrible. Cuando un médico se tuerce, es peor que ningún
criminal. Tiene sangre fría y tiene conocimientos. Palmer y Pritchard estaban en la
cumbre de su profesión. Este hombre aún va más lejos, pero creo, Watson, que podremos
llegar más lejos que él. Pero ya tendremos horrores de sobra antes de que termine la
noche; ahora, por amor de Dios, fumemos una pipa en paz, y dediquemos el cerebro a
ocupaciones más agradables durante unas horas.
A eso de las nueve, se apagó la luz que brillaba entre los árboles y todo quedó a oscuras
en dirección a la mansión. Transcurrieron lentamente dos horas y, de pronto, justo al
sonar las once, se encendió exactamente frente a nosotros una luz aislada y brillante.
––Ésa es nuestra señal ––dijo Holmes, poniéndose en pie de un salto––. Viene de la
ventana del centro.
Al salir, Holmes intercambió algunas frases con el posadero, explicándole que íbamos a
hacer una visita de última hora a un conocido y que era posible que pasáramos la noche
en su casa. Un momento después avanzábamos por el oscuro camino, con el viento
helado soplándonos en la cara y una lucecita amarilla parpadeando frente a nosotros en
medio de las tinieblas para guiarnos en nuestra tétrica incursión.
No tuvimos dificultades para entrar en la finca porque la vieja tapia del parque estaba
derruida por varios sitios. Nos abrimos camino entre los árboles, llegamos al jardín, lo
cruzamos, y nos disponíamos a entrar por la ventana cuando de un macizo de laureles
salió disparado algo que parecía un niño deforme y repugnante, que se tiró sobre la hierba
retorciendo los miembros y luego corrió a toda velocidad por el jardín hasta perderse en
la oscuridad.
––¡Dios mío! ––susurré––. ¿Ha visto eso?
Por un momento, Holmes se quedó tan sorprendido como yo, y su mano se cerró como
una presa sobre mi muñeca. Luego, se echó a reír en voz baja y acercó los labios a mi
oído.
––Es una familia encantadora ––murmuró––. Eso era el habuino.
Me había olvidado de los extravagantes animalitos de compañía del doctor. Había
también un guepardo, que podía caer sobre nuestros hombros en cualquier momento.
Confieso que me sentí más tranquilo cuando, tras seguir el ejemplo de Holmes y quitarme
los zapatos, me encontré dentro de la habitación. Mi compañero cerró los postigos sin
hacer ruido, colocó la lámpara encima de la mesa y recorrió con la mirada la habitación.
Todo seguía igual que como lo habíamos visto durante el día. Luego se arrastró hacia mí
y, haciendo bocina con la mano, volvió a susurrarme al oído, en voz tan baja que a duras
penas conseguí entender las palabras.
––El más ligero ruido sería fatal para nuestros planes.
Asentí para dar a entender que lo había oído.
––Tenemos que apagar la luz, o se vería por la abertura.
Asentí de nuevo.