––Sí, el «Crown».
––Muy bien. ¿Se verán desde allí sus ventanas?
––Desde luego.
––En cuanto regrese su padrastro, usted se retirará a su habitación, pretextando un dolor
de cabeza. Y cuando oiga que él también se retira a la suya, tiene usted que abrir la
ventana, alzar el cierre, colocar un candil que nos sirva de señal y, a continuación,
trasladarse con todo lo que vaya a necesitar a la habitación que ocupaba antes. Estoy
seguro de que, a pesar de las reparaciones, podrá arreglárselas para pasar allí una noche.
––Oh, sí, sin problemas.
––El resto, déjelo en nuestras manos.
––Pero ¿qué van ustedes a hacer?
––Vamos a pasar la noche en su habitación e investigar la causa de ese sonido que la ha
estado molestando.
––Me parece, señor Holmes, que ya ha llegado usted a una conclusión ––dijo la
señorita Stoner, posando su mano sobre el brazo de mi compañero.
––Es posible.
––Entonces, por compasión, dígame qué ocasionó la muerte de mi hermana.
––Prefiero tener pruebas más terminantes antes de hablar.
––Al menos, podrá decirme si mi opinión es acertada, y murió de un susto.
––No, no lo creo. Creo que es probable que existiera una causa más tangible. Y ahora,
señorita Stoner, tenemos que dejarla, porque si regresara el doctor Roylott y nos viera,
nuestro viaje habría sido en vano. Adiós, y sea valiente, porque si hace lo que le he dicho
puede estar segura de que no tardaremos en librarla de los peligros que la amenazan.
Sherlock Holmes y yo no tuvimos dificultades para alquilar una alcoba con sala de estar
en el «Crown». Las habitaciones se encontraban en la planta superior, y desde nuestra
ventana gozábamos de una espléndida vista de la entrada a la avenida y del ala
deshabitada de la mansión de Stoke Moran. Al atardecer vimos pasar en un coche al
doctor Grimesby Roylott, con su gigantesca figura sobresaliendo junto a la menuda
figurilla del muchacho que guiaba el coche. El cochero tuvo alguna dificultad para abrir
las pesadas puertas de hierro, y pudimos oír el áspero rugido del doctor y ver la furia con
que agitaba los puños cerrados, amenazándolo. El vehículo siguió adelante y, pocos
minutos más tarde, vimos una luz que brillaba de pronto entre los árboles, indicando que
se había encendido una lámpara en uno de los salones.
––¿Sabe usted, Watson? ––dijo Holmes mientras permanecíamos sentados en la
oscuridad––. Siento ciertos escrúpulos de llevarle conmigo esta noche. Hay un elemento
de peligro indudable.
––¿Puedo servir de alguna ayuda?
––Su presencia puede resultar decisiva.
––Entonces iré, sin duda alguna.
––Es usted muy amable.
––Dice usted que hay peligro. Evidentemente, ha visto usted en esas habitaciones más
de lo que pude ver yo.
––Eso no, pero supongo que yo habré deducido unas pocas cosas más que usted.
Imagino, sin embargo, que vería usted lo mismo que yo.
––Yo no vi nada destacable, a excepción del cordón de la campanilla, cuya finalidad
confieso que se me escapa por completo.
––¿Vio usted el orificio de ventilación?
––Sí, pero no me parece que sea tan insólito que exista una pequeña abertura entre dos
habitaciones. Era tan pequeña que no podría pasar por ella ni una rata.
––Yo sabía que encontraríamos un orificio así antes de venir a Stoke Moran.
––¡Pero Holmes, por favor!
––Le digo que lo sabía. Recuerde usted que la chica dijo que su hermana podía oler el
cigarro del doctor Roylott. Eso quería decir, sin lugar a dudas, que tenía que existir una
comunicación entre las dos habitaciones.