Emociones y relaciones íntimas: la conducta amorosa
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a) La primera pertenece a las escuelas más humanistas, fenemonológicas y subjetivamente orientadas: la experiencia personal. Podemos estudiar
las emociones humanas dada su existencia transparente en la experiencia
humana. Y es la experiencia misma la que nos permite diferenciar entre las
emociones, dado que «sé que el amor, el miedo, la ira son diferentes porque experimento las diferencias de un modo claro y distinto», por decirlo
en términos cartesianos. Pero, aunque convincente en su atractivo intuitivo,
al final esta respuesta demuestra ser inconsecuente. Más que responder a la
duda, hace estallar un nuevo y más extenso elenco de interrogantes.
«Dicho de un modo más amplio, qué duda cabe de que nacemos en una
cultura con un vocabulario finamente diferenciado de emociones; sin
embargo, carecemos de medios viables para comprender cómo podemos
incluso aprender que aplicamos el vocabulario correctamente a nuestro
mundo interno» (Gergen, 1996, pág. 271).
b) Por esta y otras razones, la mayoría de los científicos no se contenta con la experiencia personal como base para la identificación de las
emociones. Más bien, se acostumbra a sostener, tenemos que sustituir las
vaguedades de los informes populares introspectivos por las observaciones desapasionadas de la conducta en acción. Tenemos que desarrollar
medidas serias de las emociones, medidas que sean precisas y fidedignas,
y que permitan a la comunidad de científicos alcanzar acuerdos unívocos
acerca de lo que es y no es en realidad. Para ello se ha desarrollado una
enorme gama de indicadores emocionales: medidas biológicas de la frecuencia cardíaca, respuesta galvánica de la piel o de la presión sanguínea,
medidas conductistas de las expresiones faciales, etc. Sin embargo, como
escribe Gergen (1996, págs. 271-272):
aunque se alcanzan a través de estos medios lecturas precisas e inequívocas, y los hallazgos son a menudo repetibles, esta focalización en las
manifestaciones observables de las emociones suprime completamente
la vulnerabilidad de las premisas fundamentales, primero, de que las
emociones existen efectivamente, y, en segundo lugar, de que están
manifiestas en estas medidas. Si observamos un aumento del ritmo de
nuestro pulso, de nuestra conducta de expresión facial, es indudable
que aparece la declaración verbal “tengo miedo”; pero la investigación
no justifica precisamente las conclusiones de que “el miedo existe” y de
que “éstas son sus expresiones”. Volvamos ahora a nuestra pregunta inicial: ¿De qué modo se han de identificar los fenómenos de la investigación? Las preguntas rudimentarias —esenciales para la base racional
que sirve de guía a la investigación— nunca se abordan. Las suposiciones de que las emociones están ahí y que, de algún modo se manifiestan, se abrazan a priori con toda tranquilidad. Constituyen un salto al
espacio metafísico... En resumen, la investigación gana credibilidad inicial en virtud de los axiomas culturales, y con la ayuda de la investigación controlada y de la medición técnica procede a sacar conclusiones
acerca de las causas y los efectos de la emoción. Estas conclusiones sirven para objetivar las construcciones convencionales: dan un sentido de
tangibilidad justificable a un mito popular. Una vez el juego de la inves-