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Anastasio Ovejero Bernal
lo que Nietzsche denominó «voluntad de poder». Quienes abrigan tales
pretensiones se colocan por encima de aquellos a quienes exigen conformidad y, por tanto, los dominan. Todo ello significa que ya no podemos estar
seguros de nada. La moralidad es una mentira; la verdad, una ficción. Todo
lo que queda es la opción dionisíaca de aceptar el nihilismo, de vivir sin
engaños ni fingimiento, pero con entusiasmo y alegría. De aquí se sigue
que la diferencia entre verdad y error ha desaparecido, es meramente ilusoria. Fuera del lenguaje y sus conceptos no hay nada que pueda constituir
—como dios— una garantía de la verdad. En este sentido, el posmodernismo supone el triunfo del anarquismo epistemológico. Más en concreto, el
posmodernismo radical o anarquista se caracteriza no por una separación
tajante entre modernidad y racionalidad, como hacen los críticos neoconservadores, sino por una profundización en la íntima vinculación entre
ambas, con el propósito explícito de desvelar el carácter represor que conlleva la racionalidad moderna.
Sintetizando mucho —y simplificando, inevitablemente— podríamos
decir que la crítica de la modernidad es una puesta en cuestión de la
autoridad de un sistema de legitimación racional cuyos imperativos se
hacen absolutos. Esta crítica no es nueva ni original; desde el relativismo
lingüístico y romántico de Herder hasta el perspectivismo orteguiano, por
ejemplo, se han cuestionado en el pensamiento occidental muchos de los
presupuestos de la razón absoluta (Crespo, 1995, pág. 91).
Pero en la actualidad, son muchos los autores que pretenden radicalizar
esta posición (Foucault, Giroux, etc.). Este posmodernismo, progresista y
radical, no pretende volver al premodernismo sino ir más allá de él, superarle. En absoluto supone una oposició