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Anastasio Ovejero Bernal
Por consiguiente, mi conclusión es coincidente con la de Aronson
(1972, pág. 172) cuando escribía que «aunque la agresividad puede tener
en el hombre un componente instintivo, lo importante para el psicólogo
social está en el hecho de que es modificable por factores situacionales».
Como dice la «declaración sobre la violencia» del Consejo de Representantes de la Asociación de Psicología Americana y los directores del Consejo
Internacional de Psicología, reunidos en Sevilla (Adams, 1991), «es científicamente incorrecto afirmar que la guerra o cualquier otra conducta violenta está programada genéticamente en nuestra naturaleza o que la guerra
es causada por instinto o por cualquier motivación aislada».
2) Hipótesis de la frustración-agresión: la hipótesis de una relación
entre frustración y agresión no es nueva. Ya está presente en los primeros
escritos de Freud. Posteriormente, esta hipótesis será convertida en teoría,
en un intento de integracióm del psicoanálisis y el conductismo, por parte
de los psicólogos de Yale (Dollard y cols, 1939), teoría que, en su formulación original postulaba una relación causal universal entre frustración y
agresión, lo que significa que toda frustración lleva a la agresión y que toda
agresión supone una frustración previa. Dado que esta premisa es a todas
luces exagerada, Leonard Berkowitz (1969) la revisó, sugiriendo que la
frustración produce enojo, una disposición emocional a agredir, pero no
necesariamente la conducta agresiva. Por ejemplo, existen pruebas de laboratorio que sugieren que cuanto más inesperada sea la frustración mayor
probabilidad habrá de agresión. Y, como afirman Perlman y Cozby, el
hecho de que las frustraciones inesperadas produzcan mayor agresión
puede ser un factor importante para entender las causas de los motines y la
violencia masiva. Así, los trágicos motines de los años 60 comenzaron en la
sección Watts de Los Ángeles, donde se habían gastado más fondos para la
renovación urbana y el adiestramiento para el trabajo que en ninguna otra
parte. De hecho, se ha dicho que los disturbios sociales y hasta las revoluciones no siguen a largos períodos de carestía sino más bien a cortos períodos de carencia precedidos de etapas de bonanza, de esperanza y de promesas, lo que había producido altas expectativas que luego no se vieron
realizadas. Igualmente, es probable que las personas más frustradas desde
el punto de vista económico no sean los residentes empobrecidos de las
chabolas. Como concluyó la Comisión Nacional sobre las Causas y Prevención de la Violencia en 1969, los avances económicos pueden incluso exacerbar la frustración y agravar la violencia. Por ejemplo, como nos recuerda
Myers, justamente antes de los disturbios de 1967 en Detroit, en los que
murieron 43 personas y fueron quemadas 683 edificios, el gobernador del
Estado había alardeado en un programa de televisión acerca del liderazgo
de su Estado en cuestión de legislación sobre los derechos civiles y de la
gran cantidad de dinero federal que se había invertido allí durante los
cinco años anteriores. Pues bien, tan pronto como fueron transmitidas sus
palabras, un gran número de ciudadanos negros de Detroit explotó en el
desorden civil peor del siglo en los Estados Unidos. Ello produjo una gran
sorpresa, pues aunque en comparación con la situación de los blancos, la