XXV
Me desperté, pues, el domingo por la mañana sin la preocupación habitual de tener que
emprender inmediatamente la marcha; y por más que esto ocurriese en el más profundo
abismo, no dejaba de ser agradable. Por otra parte, ya estábamos habituados a esta
existencia de trogloditas. Para nada me acordaba del sol, de la luna, de las estrellas, de los
árboles, de las casas, de las ciudades, ni de ninguna de esas superfluidades terrestres que
los seres que viven debajo del astro de la noche consideran de imprescindible necesidad.
En nuestra calidad de fósiles, nos burlábamos de estas maravillas inútiles.
Formaba la gruta un espacioso salón sobre cuyo pavimento granítico se deslizaba
dulcemente el arroyuelo fiel. A aquella distancia, se hallaba el agua a la temperatura
ambiente y no había dificultad en beberla.
Después de almorzar, quiso el profesor consagrar algunas horas a ordenar sus
anotaciones diarias.
—Ante todo —me dijo—, voy a hacer algunos cálculos, a fin de determinar con toda
exactitud nuestra situación; quiero, a nuestro regreso, poder trazar un plano de nuestro
viaje, una especie de sección vertical del globo, que señalará el perfil de nuestra expedición.
—Será curiosísimo, tío; pero ¿tendrán sus observaciones de usted un grado de precisión
suficiente?
—Sí. He anotado cuidadosamente los ángulos y las pendientes; estoy seguro de no
cometer un error. Vamos a ver, ante todo, dónde estamos. Toma la brújula y observa la
dirección que indica, cogí el indicado instrumento, y después de un examen atento,
respondí:
—Este cuarta al Sudeste.
—Bien —dijo el profesor anotando la observación y haciendo algunos cálculos
rápidos—. No hay duda: hemos recorrido ochenta y cinco leguas,
—Según eso, caminamos por debajo del Atlántico.
—Exacto.
—Y es muy posible que en los actuales momentos se esté desarrollando sobre nuestras
cabezas una tempestad horrible, y que muchos navíos sean juguete de las olas y del
viento.
—Perfectamente posible.
—Y que vengan las ballenas a azotar con sus colas formidables las paredes de nuestra
prisión.
—Tranquilízate, Axel, que no lograrán quebrantarnos. Empero, prosigamos nuestros
cálculos. Nos hallamos al sudeste del Sneffels y a ochenta y cinco leguas de distancia de
su base; y, a juzgar por mis notas precedentes, estimo en diez y seis leguas la profundidad
alcanzada.
—¡Diez y seis leguas! —exclamé.
—Sin duda de ningún género.
—Pero ése es el máximo límite asignado por la ciencia a la corteza terrestre.
—No trato de negarlo.