Y, participando de su asombro, aunque no de su alegría, leí sobre la superficie de la
roca que miraba hacia el Oeste, grabado en caracteres rúnicos, medio gastados por la
acción destructora del tiempo, este nombre mil veces maldito:
—¡Arne Saknussemm! —exclamó mi tío—; ¿dudarás todavía? Sin responderle, me
volví a mi banco de lava, consternado. La evidencia me anonadaba.
Ignoro cuánto tiempo permanecí sumido en mis reflexiones; lo que sé únicamente es
que, al levantar la cabeza, sólo vi a mi tío y a Hans en el fondo del cráter. Los islandeses
habían sido despedidos, y bajaban a la sazón las pendientes exteriores del Sneffels, para
volver a Stapi. Hans dormía tranquilamente al pie de una roca, sobre un lecho de lava; mi
tío daba vueltas por el fondo del cráter como la fiera que cae en la trampa de un cazador.
Yo no tenía ni ganas de levantarme ni fuerzas para hacerlo, y, siguiendo el ejemplo del
guía, me entregué a un doloroso sopor, creyendo oír ruidos o sentir sacudidas en los
flancos de la montaña.
De este modo transcurrió aquella primera noche en el fondo del cráter.
A la mañana siguien