El cráter del Sneffels tenía forma de cono invertido, cuyo orificio tendría
aproximadamente media legua de diámetro. Calculé su profundidad en 2.000 pies, sobre
poco más o menos. ¡Júzguese lo que sería semejante recipiente cuando se llenase de
truenos y llamas!
El fondo de este embudo no debía medir arriba de 500 pies de circunferencia, de suerte
que sus pendientes eran bastante suaves y permitían llegar fácilmente a su parte inferior.
Involuntariamente comparaba yo este cráter con un enorme trabuco ensanchado, y la
comparación me llenaba de espanto.
"Introducirse en el interior de un trabuco" pensaba en mi fuero interno, "que puede estar
cargado y dispararse al menor choque, sólo puede ocurrírsele a unos locos".
Pero para retroceder era tarde. Hans, con aire indiferente, se colocó de nuevo al frente
de la caravana; yo le seguía sin despegar los labios.
A fin de facilitar el descenso, describía el cazador, dentro del cono, elipses muy
prolongadas. Era preciso marchar por entre rocas eruptivas, algunas de las cuales,
desprendidas de sus alvéolos, se precipitaban a saltos hasta el fondo del abismo. Su caída
determinaba repercusiones de extraña sonoridad.
Algunas partes del cono formaban ventisqueros interiores. Hans avanzaba entonces con
la mayor precaución, sondando el suelo con su bastón herrado para descubrir las grietas.
En ciertos pasos dudosos se hizo necesario atarnos unos a otros por medio de una larga
cuerda a fin de que si alguno resbalaba de improviso, quedase sostenido por los otros.
Esta solidaridad era una medida prudente; mas no excluía todo peligro.
Sin embargo, y a pesar de las dificultades del descenso por pendientes que Hans
desconocía, se efectuó aquél sin el menor incidente, si se exceptúa la caída de un lío de
cuerdas que se le escapó al islandés de las manos y rodó sin detenerse hasta el fondo del
abismo.
A mediodía ya habíamos llegado. Levanté la cabeza y vi el orificio superior del cono a
través del cual se descubría un pedazo de cielo de una circunferencia en extremo reducida
pero casi perfecta. Solamente en un punto se destacaba el pico del Scartans, que se
hundía en la inmensidad.
En el fondo del cráter se abrían tres chimeneas a través de las cuáles arrojaba el foco
central sus lavas y vapores en las épocas de las erupciones del Sneffels. Cada una de estas
chimeneas tenía aproximadamente unos cien pies de diámetro y abrían ante nosotras sus
tenebrosas fauces. Ya no tuve valor para hundir mis miradas en ellas; pero el profesor
Lidenbrock había hecho un rápido examen de su disposición, y corría jadeante de una a
otra, gesticulando y profiriendo palabras ininteligibles. Hans y sus compañeros, sentados
sobre trozos de lava, le contemplaban en silencio, tomándole sin duda, por un loco.
De repente, lanzó un grito mi tío; yo me estremecí, temiendo que se hubiera resbalado y
hubiese desaparecido en alguna de las simas. Pero no; lo vi en seguida con los brazos
extendidos y las piernas abiertas, de pie ante una roca de granito que se erguía en el
centro del cráter como un pedestal enorme hecho para sustentar la estatua de Plutón.
Hallábase en la actitud de un hombre estupefacto su estupefacción se trocó
inmediatamente en una alegría insensata.
—¡Axel! ¡Axel! —exclamó—. ¡Ven! ¡Ven!
Acudí inmediatamente. Ni Hans ni los islandeses se movieron de sus puestos.
—¡Mira! —me dijo el profesor.