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X VI Cenamos rápidamente y se acomodó cada cual todo lo mejor que pudo. La cama era bien dura, el abrigo poco sólido y la situación muy penosa a 5.000 pies sobre el nivel del mar. Sin embargo, mi sueño fue tan tranquilo aquella noche, una de las mejores que había pasado desde hacía mucho tiempo, que ni siquiera soñé. A la mañana siguiente nos despertó, medio helados, un aíre bastante vivo; el sol brillaba esplendente. Abandoné mi lecho de granito y me fui a disfrutar del magnífico espectáculo que se desarrollaba ante mi vista. Me situé en la cima del pico sur del Sneffels, desde el cual se descubría la mayor parte de la isla. La óptica, común a todas las grandes alturas, hacía resaltar sus contornos, en tanto que las partes centrales parecían oscurecerse. Se hubiera dicho que tenía bajo mis pies uno de esos mapas en relieve de Helbesmer. Veía los valles profundos cruzarse en todos sentidos, ahondarse los precipicios a manera de pozos, convertirse los lagos en estanques y en arroyuelos los ríos. A mi derecha se sucedían innumerables ventisqueros y multiplicados picos, algunos de los cuales aparecían coronados por un penacho de humo. Las ondulaciones de estas infinitas montañas, cuyas capas de nieve le daban un aspecto espumoso, me recordaban la superficie del mar cuando las tempestades la agitan. Si me volvía hacia el Oeste, contemplaba las aguas del Océano, en toda su majestuosa extensión, cual si fuese continuación de aquellas aborregadas cimas. Apenas distinguían mis ojos dónde terminaba la tierra y daban comienzo las olas. Me abismé, de esta suerte, en el éxtasis alucinador que producen las altas cimas, y esta vez sin vértigo alguno, pues, al fin, me iba acostumbrando a estas contemplaciones sublimes