llenas sus rayos en el interior del cráter. Cada montículo, cada roca, cada piedra, cada
aspereza recibió sus bienhechores efluvios y proyectó instantáneamente su sombra sobre
el suelo. Entre todas estas sombras, la del Scartaris se dibujó como una arista viva y
comenzó a girar de una manera insensible, siguiendo el movimiento del astro
esplendoroso.
Mi tío giraba con ella.
A mediodía, en su período más corto, vino a lamer dulcemente el borde de la chimenea
central.
—¡Esta es! ¡esta es! —exclamó el profesor entusiasmado—. Al centro de la tierra —
añadió en seguida en danés.
Yo miré a Hans.
—Forüt —dijo éste con su calma acostumbrada.
—Adelante —respondió mi tío.
Era la una y trece minutos de la tarde.