respecta a él, tenía sin duda alguna el sentimiento innato del equilibrio, pues no tropezaba
jamás. Los islandeses, a pesar de ir cargados, trepaban con agilidad asombrosa.
Al contemplar la altura de la cumbre del Sneffels, me parecía imposible poder llegar
por aquel lado hasta ella, si el ángulo de inclinación de las pendientes no se cerraba algo.
Afortunadamente, tras una hora de trabajos y de inauditos esfuerzos, en medio de la vasta
alfombra de nieve que se extendía sobre la cumbre del volcán, descubrieron nuestros ojos
de improviso una especie de escalera que simplificó nuestra ascensión. Estaba formada
por uno de esos torrentes de piedras arrojadas por las erupciones, cuyo nombre islandés
es stinâ. Si este torrente no hubiese sido detenido en su caída por la disposición especial
de los flancos de la montaña, habría ido a precipitarse en el mar, formando nuevas islas.
Tal como era, fuimos en extremo útil. La rapidez de las pendientes iba cada vez en
aumento, pero aquellos escalones de piedra permitían remontarlos fácilmente y hasta con
rapidez tal que, como me retrasase un momento mientras que mis compañeros proseguían
la ascensión, llegué a verlos reducidos a una pequeñez microscópica por efecto de la
distancia.
A las siete de la tarde habíamos ya subido los dos mil peldaños que tiene esta escalera,
y dominábamos un saliente de la montaña, especie de base sobre la cual se apoyaba el
cono del cráter.
El mar se extendía a una profundidad de 3.200 pies. Habíamos traspasado el límite de
las nieves perpetuas, bien poco elevado en Islandia a consecuencia de la humedad
constante del clima. Hacía un frío espantoso y el viento soplaba con fuerza. Me hallaba
agotado. El profesor comprendió que mis piernas se negaban a seguir prestándome
servicio, y, a pesar de su impaciencia, decidió hacer alto allí. Hizo señas a Hans en tal
sentido; pero éste sacudió la cabeza, diciendo:
—Ofvanför.
—Parece que es preciso subir más —dijo mi tío.
Después preguntó a Hans el motivo de su respuesta.
—Mistour—repuso el guía.
—La mistour—repitió uno de los islandeses, con acento de terror.
—¿Qué significa esa palabra? —pregunté, inquieto.
—Mira —dijo mi tío.
Dirigí hacia la llanura la vista y vi una inmensa columna de piedra pómez pulverizada,
de arena y de polvo que se elevaba girando como una tromba; el viento la empujaba hacia
el flanco del Sneffels sobre el cual nos encontrábamos; aquella cortina opaca, tendida
delante del sol, producía una gran sombra que se proyectaba sobre la montaña. Si la
tromba se inclinaba, nos envolvería sin remedio entre sus torbellinos. Este fenómeno,
bastante frecuente cuando el viento sopla de los ventisqueros, se conozca con el nombre
de mistour en islandés.
—Hostigt, hostigt —gritó nuestro guía.
A pesar de no poseer el danés, comprendí que era preciso seguir a Hans sin demora. El
guía comenzó a circundar el cono del cráter, pero descendiendo con objeto de facilitarnos
la marcha.
No tardó mucho la tromba en chocar contra la montaña, que se estremeció a su
contacto; las piedras, suspendidas por los remolinos del viento, volaron en forma de
lluvia, como en las erupciones. Nos hallábamos, por fortuna, en la vertiente opuesta y al
abrigo de todo peligro; pero, a no ser por la precaución del guía, nuestros cuerpos,