tardamos en entrar en un pingtoer, lugar de jurisdicción comunal, nombrado Ejulberg, y
cuyo campanario habría dado las doce del día si las iglesias islandesas hubiesen sido lo
suficientemente ricas para poseer relojes: pero, en esto, se asemejan a sus feligreses, que
no tienen reloj y se pasan perfectamente sin él.
Allí dimos descanso a los caballos, los cuales, tomando después por un ribazo
comprendido entre una cordillera y el mar, nos llevaron de un tirón al aoalkirkja de
Brantar y una mil más adelante, a Saurböer annexia, iglesia anexia, situada en la orilla
Sur del Hvalfjörd. Eran a la sazón las cuatro de la tarde y habíamos avanzado cuatro
millas.
El fiordo en aquel punto tenía de longitud media milla por lo menos; las alas se
estrellaban con estrépito sobre las agudas rocas. Este golfo se abría entre murallas de
piedra cortadas a pico, de tres mil pies de elevación, y notables por sus capas oscuras que
separaban los lechos de toba de un matiz rojizo. Por muy grande que fuese la inteligencia
de nuestros caballos, no me hacia mucha gracia el tener que atravesar un verdadero brazo
de mar sobre el lomo de un cuadrúpedo.
—Si realmente son tan inteligentes, no tratarán de parar —dije yo—. En todo caso, yo
me encargo de suplir su falta de inteligencia.
Pero mi tío no quería esperar y hostigó su caballo hacia la orilla. El animal fue a
husmear la última ondulación de las olas y se detuvo. El profesor, que también tenía su
instinto, quiso obligarlo a pasar: pero el bruto se negó a obedecerle, moviendo la cabeza.
A los juramentos y latigazos de mi tío contestó encabritándose la bestia, faltando poco
para que despidiese al jinete: y por fin el caballejo, doblando los corvejones, se escurrió
de entre las piernas del profesor, dejándole plantado sobre dos piedras de la orilla como el
coloso de Rodas.
—¡Ah! ¡maldito
animal! —exclamó encolerizado el jinete transformado
inopinadamente en peatón, y avergonzado como un oficial de caballería que se viese
convertido en infante de improviso.
—Farja —dijo nuestro guía, tocándole en el hombro.
—¡Cómo! ¿Una barca?
—Der —respondió Hans mostrándole una embarcación.
—Sí —exclamé yo—, hay una barca.
—Pues, hombre, ¡haberlo dicho! Está bien, prosigamos.
—Tidvatten —replicó el guía.
—¿Qué dice?
—Dice marea —respondió mi tío, traduciéndome la palabra danesa.
—¿Será, sin duda, preciso esperar a que crezca la marea?
—¿Förbida? —preguntó mi tío.
—Ja —respondió Hans.
El profesor golpeó el suelo con el pie, en tanto que los caballos se dirigían hacia la
barca.
Comprendí perfectamente la necesidad de esperar, para emprender la travesía del
fiordo, ese instante en que la marea se para, después de haber alcanzado su máxima
altura. Entonces el flujo y reflujo no ejercen acción alguna sensible, y no hay, por tanto,
peligro de que la barca sea arrastrada por la corriente ni hacia el fondo del golfo, ni hacia
el mar.