VI I I
De Altona, verdadero arrabal de Hamburgo, arranca el ferrocarril de Kiel que debía
conducirnos a la costa de los Belt. En menos de veinte minutos penetramos en el
territorio de Holstein.
Una vez todo listo y cerrada la maleta, bajamos al piso interior.
Durante todo el día no habían cesado de llegar los abastecedores de instrumentos de
física y de aparatos eléctricos, y de armas y municiones. Marta no sabía qué pensar de
todo aquello.
—¿Es que se ha vuelto loco el señor? —me preguntó, por fin.
Yo le hice un ademán afirmativo.
—¿Y le lleva a usted consigo? –Le repetí el mismo signo.
—¿Y adónde?
Entonces le indiqué con el dedo el centro de la tierra.
—¿Al sótano? —exclamó la antigua criada.
—No —le contesté yo—, más abajo todavía.
Llegó la noche. Yo no tenía ya conciencia del tiempo transcurrido.
—Hasta mañana temprano —me dijo mi tío—; partiremos a las seis en punto.
A las diez me dejé caer en mi lecho como una masa inerte.
Durante la noche, mis terrores me asaltaron de nuevo.
La pasé soñando con precipicios enormes, presa de un espantoso delirio. Me sentía
vigorosamente asido por la mano del profesor, y precipitado y hundido en los abismos.
Me veía caer al fondo de insondables precipicios con esa velocidad creciente que van
adquiriendo los cuerpos abandonados en el espacio. Mi vida no era otra cosa que una
interminable caída.
Me desperté a las cinco rendido de emoción y de fatiga: me levanté y bajé al comedor.
Mi tío se hallaba ya sentado a la mesa y comía con devorador apetito. Lo contemplé con
un sentimiento de horror. Graüben estaba allí. No despegué mis labios ni me fue posible
comer.
A las seis y media, se detuvo el carruaje delante de la estación. Los numerosos bultos
de mi tío, así como sus voluminosos artículos de viaje, fueron descargados, pesados,
rotulados y cargados nuevamente en el furgón de equipajes, y, a las siete, nos hallábamos
sentados frente a frente en el mismo coche. Silbó la locomotora y el convoy se puso en
movimiento. Ya estábamos en marcha.
¿Iba resignado? Aún no. Sin embargo, el aire fresco de la mañana, los detalles del
camino, renovados rápidamente por la velocidad del tren, me distrajeron de mi gran
preocupación.
La mente del profesor avanzaba más aprisa que el convoy, cuya marcha se le antojaba
lenta a su impaciencia. Íbamos en el coche los dos solos, pero sin dirigirnos la palabra.
Mi tío se registró los bolsillos y el saco de viaje con minuciosa atención, y observé que
no le faltaba ninguno de los mil requisitos que exigía la ejecución de sus arriesgados
proyectos.