Test Drive | Page 31

Pude ver, entre otras cosas, una hoja de papel, cuidadosamente doblada, que ostentaba el membrete de la cancillería danesa, con la firma del señor Cristiensen, cónsul de Dinamarca en Hamburgo y amigo del profesor. Esta carta debía facilitarnos, en Copenhague, la tarea de obtener recomendaciones para el gobernador de Islandia. Vi asimismo el famoso documento, cuidadosamente guardado en la más oculta división de su cartera. Lo maldije desde el fondo de mi corazón y me dediqué otra vez a contemplar el paisaje. Constituían éste una extensa serie de llanuras sin interés, monótonas, cenagosas y bastante fértiles: una campiña en extremo favorable al tendido de una línea férrea y que se prestaba de un modo maravilloso a esas rectas que son las delicias de las empresas explotadoras de los caminos de hierro. Pero esa monotonía no llegó a fatigarme, porque, tres horas después de nuestra partida, el tren se detenía en Kiel, a dos pasos del mar. Como nuestros equipajes habían sido facturados hasta Copenhague, no tuvimos que ocuparnos de ellos para nada. Esto no obstante, mi tío no les quitó la vista de encima mientras los trasbordaron al vapor, en cuyas bodegas desaparecieron. Mi tío, en su precipitación, había calculado las horas de correspondencia del ferrocarril y del buque de un modo tan detestable, que teníamos que perder un día entero. El vapor Ellenora no salía hasta la noche. Esta no prevista espera hizo que se apoderase del irascible viajero una fiebre de nueve horas, durante las cuales envió a todos los diablos a las administraciones de vapores y ferrocarriles, y a los Gobiernos que toleraban abusos semejantes. Yo tuve que hacer coro cuando la emprendió con el capitán del Ellenora, a quien quiso obligar a levar anclas y zarpar inmediatamente. El capitán lo envió a paseo. En Kiel, como en todas partes, es preciso buscar la manera de matar el tiempo. A fuerza de pasearnos por las verdes costas de la bahía, en cuyo fondo se eleva la pequeña ciudad; de recorrer los espesos bosques que le dan el aspecto de un nido colocado entre un grupo de ramas; de admirar las quintas, provistas todas ellas de su caseta de baños de mar, y de correr y aburrirnos, sonaron, por fin, las diez de la noche. Los penachos de humo del Ellenora se elevaban en la atmósfera; su cubierta retemblaba bajo los estertores de la caldera; estábamos a bordo, instalados en dos literas colocadas en la única cámara que poseía el vapor. A las dos y cuarto, largó el buque sus amarras y avanzó rápidamente sobre las sombrías aguas del Gran Belt. La noche estaba oscura: la brisa soplaba fresca levantando imponente marejada; algunas luces de la costa se distinguían en medio de las tinieblas: más tarde, no sé qué faro nos envió sus destellos por enc