—¿Y tu maleta? —me dijo.
—Está lista —le respondí, con voz desfallecida.
—¡Pues bájala en seguida! ¿No ves que vamos a perder el tren?
Me pareció que no había manera de luchar contra mi destino. Subí, pues, a mi cuarto, y
cogiendo la maleta, la dejé que se deslizase por los peldaños de la escalera, y bajé detrás
de ella.
En aquel preciso momento, ponía mi tío, con toda solemnidad, las riendas de su casa en
manos de Graüben, quien conservaba su calma habitual. Abrazó a su tutor, pero no pudo
contener una lágrima al rozar mi mejilla con sus dulcísimo 2