Pasé una noche terrible. A la mañana siguiente me llamaron muy temprano. Estaba
decidido a no abrirle a nadie la puerta: pero, ¿quién es capaz de resistir a los encantos de
una voz adorable que nos dice:
—¿No me quieres abrir, querido Axel?
Salí de mi habitación. Creí que mi aire abatido, mi palidez, mis ojos enrojecidos por el
insomnio producirían sobre Graüben un doloroso efecto y le haría cambiar de parecer:
pero ella, por el contrario, me dijo:
—¡Ah, mi querido Axel! Veo que estás mucho mejor —y que lo ha calmado la noche.
—¡Calmado! —exclamé yo.
Y corrí a mirarme al espejo.
En efecto, no tenía tan mala cara como me había imaginado. Aquello no era creíble.
—Axel —me dijo Graüben—, he estado mucho tiempo hablando con mi tutor. Es un
sabio arrojado, un hombre de gran valor, y no debes echar en olvido que su sangre corre
por tus venas. Me ha dado a conocer sus proyectos, sus esperanzas, y el cómo y el porqué
espera alcanzar su objetivo. Y lo alcanzará, no hay duda. ¡Ah, mi querido Axel! ¡Qué
hermoso es consagrarse de ese modo al estudio de las ciencias ¡Qué gloria tan inmensa
aguarda al señor Lidenbrock, que se reflejará sobre su compañero! Cuando regreses serás
un hombre, Axel: serás igual a tu tío, con libertad de hablar, con libertad de obrar, con
libertad. en fin, de...
La joven se ruborizó y no terminó la frase. Sus palabras me reanimaron. No quería, sin
embargo, creer, que nuestra partida era cierta. Hice entrar conmigo a Graüben en el
despacho del profesor Lidenbrock, y dije a éste:
—Tío, ¿está usted decidido, por fin, a que emprendamos la marcha?
—¡Cómo! ¿Lo dudas aún?
—No —le dije, con objeto de no contrariarle—: pero quisiera saber qué le induce a
proceder con tal precipitación.
—¡Toma! ¿Qué ha de ser? ¡El tiempo! ¡El tiempo, que transcurre con una rapidez
desesperante!
—Pero si estamos aún a 26 de mayo, y hasta fines de junio...
—¿Crees, ignorante que es tan fácil trasladarse a Islandia? Si no te hubieses marchado
como un necio, hubieras venido conmigo a la oficina de los señores Liffender y
Compañía, donde habrías visto que de Copenhague a Reykiavik no hay más que una
expedición mensual, el 22 de cada mes; y que, si esperásemos a la del 22 de junio,
llegaríamos demasiado tarde para ver la sombra del Scartaris acariciar el cráter del
Sneffels: es precise llegar a Copenhague lo antes posible para buscar allí un medio de
transporte. Anda a hacer tu equipaje en seguida.
No era posible objetar. Subí a mi habitación, seguido de Graüben, y ella fue la que se
encargó de colocar en una maleta los objetos que precisaba para tan largo viaje, con la
misma tranquilidad que si se tratase de hacer una excursión a Lubeck o a Heligoland. Sus
manos iban y venían sin precipitación; conversaba con absoluta calma y me daba las más
discretas razones a favor de nuestra expedición. Me embelesaba y enfurecía a intervalos.
A veces trataba de enfadarme, pero ella aparentaba no advertirlo y proseguía su tarea con
toda tranquilidad.
A las cinco y media, se oyó fuera el rodar de un carruaje, deteniéndose en nuestra
puerta un espacioso coche que había de conducirnos a la estación del ferrocarril de
Altona. En un momento se llenó con los bultos de mi tío.