Test Drive | Page 17

V Apenas me dio tiempo de dejar otra vez sobre la mesa el malhadado documento. El profesor Lidenbrock parecía en extremo preocupado. Su pensamiento dominante no le abandonaba un momento. Había evidentemente escudriñado y analizado el asunto poniendo en juego, durante su paseo, todos los recursos de su imaginación, y volvía dispuesto a ensayar alguna combinación nueva. En efecto, se sentó en su butaca, y, con la pluma en la mano, empezó a escribir ciertas fórmulas que recordaban los cálculos algebraicos. Yo seguía con la mirada su mano temblorosa, sin perder ni uno solo de sus movimientos. ¿Qué resultado imprevisto iba a producirse de pronto? Me estremecía sin razón, porque una vez encontrada la verdadera, la única combinación, todas las investigaciones debían forzosamente resultar infructuosas. Trabajó durante tres horas largas sin hablar, sin levantar la cabeza, borrando, volviendo a escribir, raspando, comenzando de nuevo mil veces. Bien sabía yo que, si lograba coordinar estas letras de suerte que ocupasen todas las posiciones relativas posibles, acabaría por encontrar la frase. Pero no ignoraba tampoco que con sólo veinte letras se pueden formar dos quinquillones, cuatrocientos treinta y dos cuatrillones, novecientos dos trillones, ocho mil ciento setenta y seis millones, seiscientas cuarenta mil combinaciones. Ahora bien, como el documento constaba de ciento treinta y dos letras, y el número que expresa el de frases distintas compuesta de ciento treinta y tres letras, tiene, por la parte más corta, ciento treinta y tres cifras, cantidad que no puede enunciarse ni aun concebirse siquiera, tenía la seguridad de que, por este método, no resolvería el problema. Entretanto, el tiempo pasaba, la noche se echó encima y cesaron los ruidos de la calle; mas mi tío, abismado por completo en su tarea, no veía ni entendía absolutamente nada, ni aun siquiera a la buena Marta que entreabrió la puerta y dijo: —¿Cenará esta noche el señor? Marta tuvo que marcharse sin obtener ninguna respuesta. Por lo que respecta a mí, después de resistir durante mucho tiempo, me sentí acometido por un sueño invencible, y me dormí en un extremo del sofá, mientras mi tío proseguía sus complicados cálculos. Cuando me desperté al día siguiente, el infatigable peón trabajaba todavía. Sus ojos enrojecidos, su tez pálida, sus cabellos desordenados por sus dedos febriles, sus pómulos amoratados delataban bien a las claras la lucha desesperada que contra lo imposible había sostenido, y las fatigas de espíritu y la contención cerebral que, durante muchas horas, había experimentado. Si he de decir la verdad, me inspiró compasión. A pesar de los numerosos motivos de queja que creía tener contra él, me sentí conmovido. Hallábase el infeliz tan absorbido por su idea, que ni de encolerizarse se acordaba. Todas sus fuerzas vivas se hallaban reconcentradas en un solo punto, y como no hallaban salida por su evacuatorio ordinario, era muy de temer que su extraordinaria tensión le hiciese estallar de un momento a otro. Yo podía con un solo gesto aflojar el férreo tornillo que le comprimía el cráneo. Una sola palabra habría bastado, ¡y no quise pronunciarla!