Hallándome dotado de un corazón bondadoso, ¿por qué callaba en tales circunstancias?
Callaba en su propio interés.
“No, no” repetía en mi interior; “no hablaré”. Le conozco muy bien: se empeñaría en
repetir la excursión sin que nada ni nadie pudiese detenerle. Posee una imaginación
ardorosa, y, por hacer lo que otros geólogos no han hecho, sería capaz de arriesgar su
propia vida. Callaré, por consiguiente; guardaré eternamente el secreto de que la
casualidad me ha hecho dueño; revelárselo a él sería ocasionarle la muerte. Que lo
adivine si puede; no quiero el día de mañana tener que reprocharme el haber sido causa
de su perdición.
Una vez adoptada esta resolución, aguardé cruzado de brazos. Pero no había contado
con un incidente que hubo de sobrevenir algunas horas después.
Cuando Marta trató de salir de casa para trasladarse al mercado, encontró la puerta
cerrada y la llave no estaba en la cerradura. ¿Quién la había quitado?; evidentemente mi
tío al regresar de su precipitada excursión.
¿Lo había hecho por descuido o con deliberada intención? ¿Quería someternos a los
rigores del hambre? Esto me parecía un poco fuerte. ¿Por qué razón habíamos de ser
Marta y yo víctimas de una situación que no habíamos creado? Entonces me acordé de un
precedente que me llenó de terror. Algunos años atrás, en la época en que trabajaba mi tío
en su gran clasificación mineralógica, permaneció sin comer cuarenta y ocho horas y toda
su familia tuvo que soportar esta dieta científica. Me acuerdo que en aquella ocasión sufrí
dolores de es tómago que nada tenían de agradables para un joven dotado de un devorador
apetito.
Me pareció que nos íbamos a quedar sin almuerzo, como la noche anterior nos
habíamos quedado sin cena. Sin embargo, me armé de valor y resolví no ceder ante las
exigencias del hambre. Marta, en cambio, se lo tomó muy en serio y se desesperaba la
pobre. Por lo que a mí respecta, la imposibilidad de salir de casa me preocupaba mucho
más que la falta de comida, por razones que el lector adivinará fácilmente.
Mi tío trabajaba sin cesar; su imaginación se perdía en un dédalo de combinaciones.
Vivía fuera del mundo y verdaderamente apartado de las necesidades terrenas.
A eso del mediodía, el hambre me aguijoneó seriamente. Marta, como quien no quiere
la cosa, había devorado la víspera las provisiones encerradas en la despensa; no quedaba,
pues, nada en casa. Sin embargo, el pundonor me hizo aceptar la situación sin protestas.
Por fin sonaron las dos. Aquello se iba haciendo ridículamente intolerable, y empecé a
abrir los ojos a la realidad. Pensé que yo exageraba la importancia del documento; que mi
tío no le daría crédito: que sólo vería en él una farsa; que, en el caso más desfavorable,
lograríamos detenerle a su pesar; y, en fin, que era posible diese él mismo con la clave
del enigma, resultando en este caso infructuosos los sacrificios que suponía mi
abstinencia.
Estas razones, que con indignación hubiera rechazado la víspera, me parecieron
entonces excelentes; llegué hasta juzgar un absurdo el haber aguardado tanto tiempo, y
resolví decir cuanto sabía.
Andaba, pues, buscando la manera de entablar conversación, cuando se levantó el
catedrático, se caló su sombrero y se dispuso a salir.
¡Horror! ¡Marcharse de casa y dejarnos encerrados en ella...! ¡Eso nunca!
—Tío —le dije de pronto.
Pero él pareció no haberme oído.